jueves, 24 de mayo de 2012

La culpa del cordero (Gabriel Drak, 2012)



El burdo encanto de la burguesía
La culpa del cordero, para quien anda dispuesto a asociar libremente, se presta a algunos juegos de palabras con respecto a la famosa película de Jonathan Demme. La traducción más fidedigna del aquel film que hizo famoso a Anthony Hopkins en el rol de Hannibal Lecter sería “El silencio de los corderos”, pero el obtuso sistema de versiones en español, como todos sabemos, terminó convirtiéndola en El silencio de los inocentes. Curioso es el efecto contrapuesto que genera con el film uruguayo, porque en la película de Gabriel Drak el cordero sigue asándose en su silencio (casi como el resto de las víctimas de Buffalo Bill), pero alrededor suyo se agita una culpa que grita desconsoladamente.
Siguiendo con las asociaciones, en todo caso, la película más evidente que viene a comparación es La celebración, de Thomas Vinterberg, donde una reunión familiar, como quien tironea de un hilo para ver con qué se encuentra, derivaba en una colisión de secretos, reproches y cinismo que, al mejor estilo del Dogma 95’, arrastraba al espectador a escenarios completamente angustiantes y perversos. Al igual que en esta película, una cámara en mano sigue la comida de una familia burguesa (algo curioso en un cine nacional casi exclusivamente obsesionado con la clase media) en el que los secretos de cada uno de los miembros irán cayendo como fichas de dominó. La comida tendría que culminar con “Un aplauso para el asador”, porque lo que parece estar a las brasas, diseccionado, como las escenas iniciales del film (donde se muestra el metódico adobado del cordero), es el mismo funcionamiento familiar.
Sin embargo, cuando uno ve La culpa del cordero, más que en La celebración, piensa en el “Festivus” (otro de los geniales descubrimientos de la serie Seinfeld), aquella celebración con la que el padre de George Constanza había suplantado la navidad, consistiendo el evento en la oportunidad de agarrarse a un poste y comenzar a vociferar todo lo que le había decepcionado de su familia en el último año. Esta ocurrencia viene en forma directa con el gran problema (entre muchos otros) de La culpa del Cordero: sólo es graciosa cuando pretende ser seria, al tiempo que nunca llega a ser lo suficientemente inteligente o sutil como para manejar el cinismo o humor ácido a su provecho. Siendo una familia numerosa, con cuatro hijos, un yerno, su hija y su niñera, sorprende cómo el guión se encarga de presentarlos, ya desde el comienzo, desde sus rasgos más obvios y distintivos. Es sólo verlos entrar a la casa y uno ya sabe quien se lleva bien con quién, por dónde anda rondando la responsabilidad de cada uno y cómo se va a desarrollar la trama. No es que uno tenga poderes adivinatorios, sino que lo que en La celebración, o en otro tipo de films familiares como Interiores (Woody Allen) dejaba a las peculiaridades familiares agitarse en el fondo, el guión de La culpa del cordero se encarga de presentártelo en primeros y primerísimos planos. Este aspecto del guión es fundamental ya que, salvo algunas actuaciones como la de Agustín Rodríguez (rozando lo robótico), a uno le parece que el elenco no es en sí malo, sino más bien algunos parlamentos y, sobre todo, la forma en que se filma a cada uno de los personajes. Sobre todo al comienzo, hay un abuso del recurso casi telenovelesco de plano/contraplano que parecía ser el resurgimiento de un pecado de juventud que el cine uruguayo parecía haber dejado atrás, pero que parece en todo caso obedecer a esa idea de mostrarnos las reacciones y emociones de los actores de la manera que más fácil y obvia.
Quizás el problema más evidente va en cómo el guión se encarga no sólo de manejar el material ya procesado para el espectador, sino en esa obsesión de construir una megafigura en la que cada integrante guarda una culpa determinada. Quizás el caso más notorio es el de mostrar a una de las hijas vomitando, cuando ya era suficiente con mostrarla con su flacura evidente y alguna indirecta que ya había salido por parte de la madre (parecería decirse que el vómito, a falta de un verdadero pecado por parte de ella, sirviera para rellenar el cartón de culpabilidad familiar). De esta manera, la omnisciencia del espectador termina por corresponder casi biunívocamente con la del padre, que por momentos tiene un conocimiento sobre el funcionamiento familiar similar al de un escuadrón de la CIA sobre una célula terrorista en vigilancia.
En todo caso, si uno intenta rastrear las grietas desde sus cimientos, el gran problema de La culpa del cordero es principalmente de lenguaje cinematográfico, en especial vinculado a los problemas de adaptación del teatro al cine (un asunto que, como bien sabemos, durante muchísimo tiempo había sido una de las cruces más pesadas que tuvo que cargar la cinematografía uruguaya). El “humor ácido” y declamatorio del que parece jactarse el film, podría funcionar mucho mejor en las tablas, sin tener que hacer demasiados cambios de setting ni al guión original. Uniendo los últimos cabos, a uno le quedaría citar un viejo dicho de la industria: “Lo que no cierra en el teatro, es catastrófico en el cine”.

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