El burdo encanto de la burguesía
La
culpa del cordero,
para quien anda dispuesto a asociar libremente, se presta a algunos juegos de
palabras con respecto a la famosa película de Jonathan Demme. La traducción más
fidedigna del aquel film que hizo famoso a Anthony Hopkins en el rol de
Hannibal Lecter sería “El silencio de los corderos”, pero el obtuso sistema de
versiones en español, como todos sabemos, terminó convirtiéndola en El silencio de los inocentes. Curioso es
el efecto contrapuesto que genera con el film uruguayo, porque en la película
de Gabriel Drak el cordero sigue asándose en su silencio (casi como el resto de
las víctimas de Buffalo Bill), pero alrededor suyo se agita una culpa que grita
desconsoladamente.
Siguiendo con las asociaciones, en todo
caso, la película más evidente que viene a comparación es La celebración, de Thomas Vinterberg, donde una reunión familiar,
como quien tironea de un hilo para ver con qué se encuentra, derivaba en una
colisión de secretos, reproches y cinismo que, al mejor estilo del Dogma 95’,
arrastraba al espectador a escenarios completamente angustiantes y perversos.
Al igual que en esta película, una cámara en mano sigue la comida de una
familia burguesa (algo curioso en un cine nacional casi exclusivamente
obsesionado con la clase media) en el que los secretos de cada uno de los
miembros irán cayendo como fichas de dominó. La comida tendría que culminar con
“Un aplauso para el asador”, porque lo que parece estar a las brasas, diseccionado,
como las escenas iniciales del film (donde se muestra el metódico adobado del
cordero), es el mismo funcionamiento familiar.
Sin embargo, cuando uno ve La culpa del cordero, más que en La celebración, piensa en el “Festivus”
(otro de los geniales descubrimientos de la serie Seinfeld), aquella
celebración con la que el padre de George Constanza había suplantado la
navidad, consistiendo el evento en la oportunidad de agarrarse a un poste y
comenzar a vociferar todo lo que le había decepcionado de su familia en el
último año. Esta ocurrencia viene en forma directa con el gran problema (entre
muchos otros) de La culpa del Cordero:
sólo es graciosa cuando pretende ser seria, al tiempo que nunca llega a ser lo
suficientemente inteligente o sutil como para manejar el cinismo o humor ácido
a su provecho. Siendo una familia numerosa, con cuatro hijos, un yerno, su hija
y su niñera, sorprende cómo el guión se encarga de presentarlos, ya desde el
comienzo, desde sus rasgos más obvios y distintivos. Es sólo verlos entrar a la
casa y uno ya sabe quien se lleva bien con quién, por dónde anda rondando la
responsabilidad de cada uno y cómo se va a desarrollar la trama. No es que uno
tenga poderes adivinatorios, sino que lo que en La celebración, o en otro tipo de films familiares como Interiores (Woody Allen) dejaba a las
peculiaridades familiares agitarse en el fondo, el guión de La culpa del cordero se encarga de
presentártelo en primeros y primerísimos planos. Este aspecto del guión es
fundamental ya que, salvo algunas actuaciones como la de Agustín Rodríguez
(rozando lo robótico), a uno le parece que el elenco no es en sí malo, sino más
bien algunos parlamentos y, sobre todo, la forma en que se filma a cada uno de
los personajes. Sobre todo al comienzo, hay un abuso del recurso casi
telenovelesco de plano/contraplano que parecía ser el resurgimiento de un
pecado de juventud que el cine uruguayo parecía haber dejado atrás, pero que
parece en todo caso obedecer a esa idea de mostrarnos las reacciones y
emociones de los actores de la manera que más fácil y obvia.
Quizás el problema más evidente va en
cómo el guión se encarga no sólo de manejar el material ya procesado para el
espectador, sino en esa obsesión de construir una megafigura en la que cada
integrante guarda una culpa determinada. Quizás el caso más notorio es el de
mostrar a una de las hijas vomitando, cuando ya era suficiente con mostrarla
con su flacura evidente y alguna indirecta que ya había salido por parte de la
madre (parecería decirse que el vómito, a falta de un verdadero pecado por parte
de ella, sirviera para rellenar el cartón de culpabilidad familiar). De esta
manera, la omnisciencia del espectador termina por corresponder casi
biunívocamente con la del padre, que por momentos tiene un conocimiento sobre
el funcionamiento familiar similar al de un escuadrón de la CIA sobre una
célula terrorista en vigilancia.
En todo caso, si uno intenta rastrear
las grietas desde sus cimientos, el gran problema de La culpa del cordero es principalmente de lenguaje cinematográfico,
en especial vinculado a los problemas de adaptación del teatro al cine (un
asunto que, como bien sabemos, durante muchísimo tiempo había sido una de las
cruces más pesadas que tuvo que cargar la cinematografía uruguaya). El “humor
ácido” y declamatorio del que parece jactarse el film, podría funcionar mucho
mejor en las tablas, sin tener que hacer demasiados cambios de setting ni al
guión original. Uniendo los últimos cabos, a uno le quedaría citar un viejo
dicho de la industria: “Lo que no cierra en el teatro, es catastrófico en el
cine”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario