jueves, 11 de noviembre de 2010

El cine de Mike Leigh

Demasiado humano

En los últimos veinte años, el nombre de Mike Leigh se ha mantenido brillando como uno de los pocos faros creativos, una de las escasas estrellas del norte que ha guiado a nuevos directores en un terreno tan oscuro y perimido como la actual escena cultural inglesa. Hombre de teatro y televisión, retratista como ningún otro de la clase obrera británica, Leigh se ha caracterizado por films repletos de placas tectónicas en donde lo dulce y lo amargo se solapan y se sedimentan tan constantemente que uno nunca llega a tener plena conciencia de dónde está parado. Para quienes no lo conozcan o intenten revivir estas sensaciones, a partir del ocho de febrero, se inaugura en Sala Cinemateca un ciclo algo acotado, pero que sirve de modesta puerta de entrada al mundo de uno de los últimos grandes directores británicos.

El estudio del contexto de un director como Mike Leigh implica hacer una lectura emocional de la Britania de los últimos treinta años. La Britania de Thatcher, La Britania del desmantelamiento del Estado de bienestar y la desintegración de todo el constructor mítico que existía alrededor del partido laborista, del quiebre de los sindicatos, de la solidaridad social, de los vínculos igualitarios, de las comunidades industriales y agrícolas, la desintegración de la identidad masculina en la familia y la clase obrera; la Britania de los tres millones y medio parados, la Britania del aburrimiento, la Britania de los Sex Pistols y de The Fall, ese preciso y único lugar donde podrían haberse escrito por primera vez versos como There’s no future, there’s no future for you. Y sólo con eso sería igual de insuficiente. También habría que retrotraerse mucho tiempo atrás, a la angustia del Kitchen Sink Realism, a la Nouvelle Vague vendida como un producto tan indescifrable como atractivo para el paladar inglés, a las películas del cine de oro hollywoodense, a Laurel y Hardy, a Ricardo III, al paganismo, y así en un interminable cambio de lentes que terminaría igualmente impidiéndonos ver las letras más chicas del test de optometrista (como el trabajo que desempeña la morena Hortense en Secretos y mentiras).

Los comienzos

Para ser más pragmáticos, la vida de Mike Leigh, sus aproximaciones técnicas e ideológicas, pueden retrotraerse a sus primeros años de vida, como un niño judío de clase media constituida en un barrio de clase media para abajo. Tal como ha señalado en algunas entrevistas, esa diferencia económica y social –además de no compartir la mayoría de los gustos de sus vecinos, como el fútbol- lo convertían en una especie de extranjero dentro de su propio barrio, lo cual acentuó sus facultades observatorias, su fibra más antropológica. No es casualidad que muchos críticos piensen a la filmografía de Leigh como producto de ese sentimiento de culpa e inadecuación que habría llevado al director a intentar dar un lugar que siempre le había sido escamoteado a aquella sociedad a la que él nunca llegó a formar parte del todo.

Como había sido señalado arriba, Leigh se formó más como hombre de teatro que como cineasta, habiendo terminado secundaria para largarse a estudiar en la RADA (en español: “Real Academia de Arte Dramático”), donde nunca supo a ciencia cierta si estaba donde debía estar. De una forma u otra, su pasaje por la RADA en cierto punto le sirvió para poder delinear internamente aquel tipo de teatro al que no quería acoplarse: una idiosincrasia teatral en donde el actor es visto más como un instrumento interpretativo que como un participante creativo (sería interesante indagar qué opina Leigh de otro cineasta británico como Hitchcock, que creía que los actores eran básicamente vacas que habían que guiar de la mejor manera posible). En la misma RADA, la improvisación, técnica y recurso que marcaría su estilo por completo, estaba reducida a un minúsculo seminario de escasa seriedad programática. Es luego de salir de la RADA e involucrarse con otros colectivos y, más que nada, al ponerse en contacto con El teatro de la crueldad, de Artaud, y el de Samuel Beckett, que comienza a delinear finalmente, a la edad de veintiséis años, su identidad como dramaturgo. Uno de sus giros copernicanos es el grado de equidad del actor frente al director. El actor co-construye el personaje con el director por fuera del libreto, no sólo desarrollándolo a partir de retazos de su propia biografía o una biografía inventada (el estilo característico de “El método”, de Lee Stressberg), sino haciendo propias investigaciones de campo, de las situaciones políticas y socioeconómicas de los mismos, lo que permitía alejar la nutrición interpretativa por fuera de un centro gravitacional solipsista, y que lo lanzaba a deslizarse por las diversas órbitas del entramado social. Por así decirlo, su teatro –y futuro cine- social comenzaba a delinearse.

El Método

El debut cinematográfico de Mike Leigh se produjo con Bleak Moments, donde se comenzaría a percibir, de forma incipiente, las principales características del cine del inglés. Como características fundamentales predominan los tonos grises y pálidos del mundo trabajador, con una secretaria hastiada de su rutina que se involucra en una serie de extrañas e incompatibles relaciones amorosas. Luego de ésta vendrían muchas más, principalmente acotadas en lo que respecta a su presupuesto, generalmente reproducidas directamente en la BBC en un famoso programa llamado “Play for today” (en donde, en sus más de trescientas obras originales y catorce años de salida al aire harían aparición otros directores como Ken Loach, Alan Clarke y Lindsay Anderson). Las películas de esta era son complicadas de conseguir aún via Internet, pero señalan un elemento fundamental para la comprensión del cine de Leigh: un cine que, al ser transmitido por televisión, es desde su kraft y horizonte de valores, tan abierto para el público más cinéfilo como para las clases populares.

Mucha gente tiende a pensar que la mayoría de las actuaciones en las películas de Mike Leigh se desarrollan por pura e irrestricta improvisación. Pensar esto es un craso error. Lo cierto es que Leigh trabaja sin guión, pero todo lo que se despliega delante de cámara ya ha sido formulado y reformulado por el director en cofradía con sus actores en talleres de improvisación individuales y grupales que se desarrollan antes de la filmación en sí. La construcción de estos personajes, por lo tanto, precede o da sentido a la trama misma, y convierte al film en un producto más democrático, fuera de la fuerza centrípeta del autor. En todos los personajes de Leigh hay un background, un constructor vital y emocional que nunca llega a mostrarse ni nombrarse (por ejemplo, nadie tiene una noción totalmente clara de lo que fue la relación de Johnny con su ex novia en Naked, sin embargo la misma está jugando perpetuamente en el film), pero que se mantiene como un magma que moldea e intenta escapar por algún agujero de las capas que conforman a los mismos. Un personaje no sólo se crea a través de una prehistoria común, un elemento proteico a la trama; puede surgir de un gesto, algo que surgió de manera inesperada en los ensayos. Tal como dice Kundera en La inmortalidad “un gesto no puede ser considerado una expresión del individuo, como una creación suya (porque no hay individuo que sea capaz de crear un gesto totalmente original y que a sólo a él corresponda); ni siquiera puede ser considerado como un instrumento; por el contrario, son más bien los gestos los que nos utilizan como sus instrumentos, sus portadores, sus encarnaciones”. Precisamente en este elemento gravitacional de lo gestual radica otro de los grandes errores de interpretación del cine de Leigh. Sus films están comprometidos con la realidad, hablan sobre problemas de determinado grupo social de una forma muy honesta, por lo que podría considerarse un cine realista. Ahora bien, muchos suelen confundir el realismo con el naturalismo. El cine de Leigh, como ha sido dicho, es un cine realista pero no podría estar más lejos del naturalismo que le adjudican otros. Sus personajes se caracterizan precisamente por gestos, como pueden ser los desesperantes tics del personaje de Nicola en La vida es dulce (1991), o los de Annie en Career Girls (1997), registros sonoros agudos (la voz punzante de Brenda Blethyn en Secretos y mentiras -1996), la forma y flujo verbal (la logorrea del memorable Johnny de David Thewlis en Naked -1993- o su simpática antítesis, Sally Hakins en La felicidad trae suerte -2008), o la misma complexión física (como los dos hijos obesos en Todo o nada -2002). Tal como en el cine de Cassavetes, no es una mímesis de la realidad lo que se busca, sino algo que en su exageración, en su velocidad, en su amplificación, muestra algo más humano que lo humano, una verdad o la emoción presentada en su material en bruto. Lo que importa no reside en los neutrones del núcleo, sino en la velocidad, la energía que despliegan los electrones en perpetuo movimiento alrededor del mismo. Lo que más le interesa a Leigh es un cine más allá de la naturaleza y el propósito, no la imagen final del fresco, sino las texturas, casi el placer táctil de este exceso de vida que suele percibirse en sus personajes. Todo esto es algo que cobra sentido cuando uno percibe que el imprinting cultural de Leigh toma, tanto del cine de Beckett como del vaudevil más farsesco londinense, tal como había sido señalado arriba. Por otro lado, la misma idea de retratista social tiene que someterse a revisión. Cuando Leigh habla de una fontanera, cuando Leigh habla de un obrero, de un vagabundo, no habla de los fontaneros, del movimiento obrero, sino de esos precisos e irrepetibles personajes. La idea de lo social en el cine de Leigh es menor y a la vez mayor a la suma de sus partes, una renuncia a una concepción arborescente de totalidad, el abrazo de lo colectivo como multiplicidad, al amor, la fraternidad y el odio que se despliega entre esas multiplicidades.

Films más que films

Las cuatro películas que se van a exhibir en Cinemateca son posiblemente una inteligente muestra de lo que es el cine de este director. Nos encontramos con Secretos y mentiras, la película que terminó por consagrarlo como director (a pesar de que ya había ganado notoriedad con La vida es dulce en 1991) y que es posiblemente el mejor de los films para comenzar con su filmografía (además de una colección de personajes completamente entrañables como el fotógrafo Maurice, con un discurso catártico al final del film que puede ablandar hasta al más duro espectador –y que curiosamente es bastante similar al pronunciado por el mismo actor encarnando al protagonista de Todo o nada. Career girls suele presentarse como una película menor, pero está lejos de serlo, no sólo por su estupendo montaje en paralelo de dos épocas de vida distintas que transitaron unas amigas que no se ven desde hace seis años, sino por una serie de claroscuros imprevisibles –propios de la resurrección arqueológica de cualquier vínculo- que dotan al film de muchísimas dimensiones. Después está Topsy Turvy, que es más que nada un ejercicio de Leigh en su formato de grandes producciones (la película costó diez millones de dólares) recreando los entretelones de la era victoriana. Finalmente, La felicidad trae suerte, último film del director, es una obra atípica y deslumbrante por apartarse por primera vez de ese tegumento ligeramente amargo que había en sus películas y convertirla en una celebración a la vida (nunca tal término ha sido usado de manera tan justa y legítima). La gran ausente sea Naked (posiblemente su obra maestra), que quizás aprovechando su reciente edición en DVD merezca una nota individual aparte, por ser una de las más intrigantes y duras películas que se hayan hecho en los últimos veinte años.

Quizás para dar cierre a la nota sólo bastaría por señalar un pequeño, pero fundamental detalle de la protagonista de La felicidad trae suerte. Poppy es una mujer engañosamente ingenua, que siempre esta sonriéndole a la vida, intentando generar vínculo con otros (desde libreros y niños hasta vagabundos psicóticos). Un personaje así a mucha gente podría molestarle, al tiempo que a directores como Lars von Trier se le caería la baba pensando en las formas que podría hacerlo descender hasta el último de los infiernos. Pero nada de esto pasa en la película. Lo que obtenemos de todo esto es un film que no es sólo un film, sino una nueva forma de existencia, una declaración de principios que confía y apuesta a lo más humano de todos nosotros. Por esas mismas razones, puede entenderse a Leigh, no sólo como un retratista, sino como un obrero, un constructor de lo social.

Publicado en La diaria en febrero de 2010

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