viernes, 5 de noviembre de 2010

El hombre de al lado (G. Duprat y M. Cohn, 2010)

Medianeras

Las películas sobre vecinos y sus conflictos se han convertido ya en un género aparte. El registro es variado, desde el estilo clásico de comedia disparatada, hasta su construcción desde el terreno de lo ominoso, sobre la cuál podríamos tomar como ejemplo insigne a El inquilino, de Roman Polanski (de hecho, El inquilino -1976), junto a Repulsión (1965) y El bebé de Rosemary (1968) forman una especie de trilogía de terror de apartamentos, donde los vecinos adquieren una dimensión de otredad persecutoria que pocas veces ha sido retratada con tal contundencia en alguna manifestación artística). Las películas sobre la vecindad y la forma de vincularse suele hablar mucho más sobre la ciudad que sobre los personajes en sí. En ese sentido, detrás de toda las vueltas psicologistas de lo que es un proceso psicotizante, El inquilino en el fondo es una película sobre la enraizada xenofobia en Francia. Pero este tipo de películas no sólo hablan sobre la subjetividad de sus habitantes, sino sobre su arquitectura, y la forma en que ella traza formas de sentir y vincularse. Es ahí donde El hombre de al lado (G. Duprat, M.Cohn, 2009) adquiere otra dimensión, más allá del conflicto más visible entre la clase alta –sobre todo la intelectual, cool- con las clases populares –posiblemente recientemente ascendidas, como es el caso de Víctor. Leonardo (Rafael Spregelburd) es un exitoso diseñador, responsable de un sillón ergonométrico ganador de un montón de premios y menciones en bienales. Toda su vida está concentrada detrás de los muros de la Casa Curutchet, única obra de Le Courbousier en el continente americano, pero, más fundamental a lo que hace el análisis del film, prácticamente la única construcción de una sola fachada, limitada por medianeras, que figura en el historial del arquitecto. La vida de Leonardo parece apacible, pero más que nada, ordenada, algo que se potencia con el tono aséptico de aquella casa que originalmente fue pensada para oficiar de hogar y consultorio médico (y de la cual el señor Curuchet, a quien Le Courbousier le diseñó personalmente la misma, se fue al poco tiempo, considerándola excesivamente fría e incómoda). Sin embargo, lo que comienza siendo un mero problema ligado a una ventana demasiado directa a su casa construida por su nuevo vecino Victor (Daniel Aráoz, espectacular en su papel), comienza a adquirir nuevas proporciones, dando visibilidad a un montón de asuntos que rondaba a la vida del protagonista.

El crecimiento de una ciudad que parece parirse a sí misma constantemente como es el gran Buenos Aires –la película está emplazada en La plata-, desde sus crecimientos al extrarradio como los improvisados apilamientos de las villas miserias del conurbano (creciendo de a poco en lo vertical, diferente de los asentamientos uruguayos, que suelen extenderse a lo largo), parece tener en la medianería uno de sus elementos más significativos. Los edificios en Buenos Aires suelen estar organizados de acuerdo a números –que, naturalmente, indican los pisos- y letras, que parecería señalar la categoría de los apartamentos, siendo A y B los que cuentan con mejor la mejor vista, luz y espacio y F, G, o letras más lejanas en el alfabeto, para los edificios que dan al contrafrente y pozos de aire, de habitaciones más pequeñas, en peor estado y con menos luz natural. Esta seriación alfabética detenta una forma de ordenamiento social, que podría hablar de la cimentación de Argentina a base de ciudadanos de clase A o ciudadanos de clase B (y lo otros, los G, los H, los I). A todo esto se encuentran los apartamentos que dan a la medianera, que parecerían ser, más que el último escalafón de este ordenamiento ciudadano, un espacio ocupado que escapa a esta forma de registro en el orden simbólico. El argentino Gustavo Taretto parecía abocarse en su corto Medianeras (2005) a un análisis interesantísimo sobre este aspecto de la vida porteña (lamentablemente malogrado por la inclusión de una posible historia de amor que suaviza una película que podría haber sido, de intentar ser presentada en un tono más documental y frío, un potentísimo alegato sobre la alienante vida en una capital de apetito antropófago), mostrando estáticamente gigantescos espacios de hormigón donde se diseminaban, disimuladamente, pequeños huecos, mínimas aberturas que señalaban la búsqueda de aire de un montón de habitantes invisibles, intentando buscar luz y sol en sus habitaciones ciegas.

El vecino de Leonardo parece colocarse en esta categoría de ciudadanía creada de facto, por fuera de las leyes. Victor, nervioso, avasallante, “grasa”, irrumpe en la tranquilidad de la familia de Leonardo como un síntoma, con la fuerza de esa otredad radical de monstruo de la ciencia ficción (su presencia suele estar mediada más por los sonidos del martilleo que por su propia presencia física, como los pisotones de un Tiranosaurio Rex). Su presencia es ese hueco oscuro que da a la casa de Leonardo, un agujero recóndito inescrutable, que por la forma en que está tapado parecería, por momentos, más que un agujero, un ojo (con sus párpados dispuestos en forma vertical). ¿Qué es ese hueco? ¿Es un ojo ajeno que mira a la vida de Leonardo, o es, como en El inquilino, la misma mirada de Leonardo vuelta hacia sí mismo? Tomando esta línea, edificados sobre registros diametralmente diferentes, El hombre de al lado tiene muchísimo de Caché escondido (Michael Hanecke, 2005). Las cintas de video que llegan a la casa de Daniel Auteuil y Juliette Binoche, registran, durante más de una hora, el mero porche de la casa. Así también, no hay nada que específicamente vea Víctor, pero la mera presencia de la mirada inlocalizable, y como tal, panóptica, de la cámara o la ventana, hacen que, de forma completamente especular, los personajes se miren a sí mismos, adquiriendo visibilidad y consistencia la hipocresía y los sucios secretos sobre lo cuales están sostenidas sus vidas.

El agujero, la ventana tapada de Víctor parecería ser el lugar donde traspasa la luz que ilumina y hace visibles las miserias humanas de Leonardo y su familia, llegando un punto en donde comenzamos a preguntarnos quién es el verdadero psicópata. La frigidez careta y cool del protagonista parece diametralmente opuesta a esa vida directa, extrema y sexualizada de su antagonista, y sin embargo incidentes posteriores nos indican que la diferencia entre los dos es sólo una cuestión de formas, en otras palabras, las dos caras del mismo espejo que es Argentina.

Publicado en La Diaria el 1ero de noviembre de 2010

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