viernes, 5 de noviembre de 2010

Policia, adjetivo (Corneliu Porumboiu, 2009)

La tiranía de la palabra

Policía adjetivo es un film paradigmático en su condición de película de tesis. Es una obra sobre la que posiblemente se disfrute más escribir sobre ella que mirarla. Y también posiblemente sea una obra por la cual muchos espectadores odiarán al crítico o cinéfilo que se las recomendó. Porque la última película de Corneliu Porumboiu (quien debutó con la genial Bucarest 12:08), tal como lo hace Jeanne Diellman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Ackerman, 1975) con la alienación de la vida doméstica, habla sobre la burocracia, pero reproduciendo sus tediosos procedimientos en el mismo metraje del film.

La tradición de policías y detectives en el cine suele desarrollarse en dos polos opuestos: el policía más noir, de motivos oscuros, generalmente realzado desde defectos propios (una larga lista que incluiría muchos de los mejores papeles de Humphrey Bogart, Robert Mitchum y Ralph Meeker); y por otro lado, el policía o detective robótico, perfecto, de subjetividad borrada (la tradición suele inclinarse más hacia el primer tipo, de construcción más chandleriana, pero en este otro caso pienso en protagonistas como el de El samurai –Jean Pierre Melville, 1967). Sin embargo, algo particular de la película rumana es que el protagonista no se coloca en ninguno de estos dos paradigmas. Podría decirse que Cristi (Dragos Bucur) es, ante todo, un empleado público, y su labor es seguida con una cámara generalmente estática y monótona, en todas sus actividades diarias, más allá de su labor detectivesca. Al protagonista se le ha encargado seguir a un adolescente del que se sospecha consumo y tráfico de hachís, y en su rutina de monitoreo por un momento parecería que se agregaran unos eslabones a la cadena y fuésemos nosotros quienes espiáramos al policía. A diferencia de nuestra formación de espectadores, va una hora del film y no ha pasado absolutamente nada digno de mención: sólo jornadas de vigilancia que se eternifican en planos incómodos y estáticos que harían ver las escenas más lentas de Cache, escondido, una película de Darren Aronofski.

El punto de quiebre (o al menos, lo que podría llamarse “punto de quiebre” en un material tan aplanado) es la petición de la dirección de agilizar procedimientos y armar una redada. Cristi prefiere seguir investigando y sabe que si se apresa al adolescente –que parece, más allá de consumir algo de hachís con sus amigos, un pibe tan normal como poco interesante- podría hacerlo quedar en cárcel largo tiempo, posibilemente arruinándole la vida por una ley que en todo el resto de Europa ya fue levantada y que posiblemente en Rumania no perdure muchos años más.

Porumboiu demuestra una tendencia a dar un golpe de sentido al final de sus películas, y esto ocurre cuando Cristi se enfrenta, junto a su compañero de oficina, al jefe de su sección. En este encuentro, grabado en una sola toma fija de más de diez minutos, la película condensa toda su significación político-ideológica que venía gestándose casi subterráneamente en el transcurrir del rodaje. El jefe, completamente cínico e intimidante, enfrenta al protagonista de una forma gélidamente lógica, instándole a que busque en el diccionario cada palabra que dice. De esta manera, palabras como “conciencia”, “ley”, “moral” le vuelven a su enunciador como un boomerang, dejándolo, por así decirlo, en un callejón sin salida semiológico en el que no le queda otra que actuar de acuerdo a una ley que el no comparte, pero de la que es representante.

En esa lógica representante-representado, significante-significado, se muestran las arbitrariedades de la nomenclatura, que en un comienzo parten de juegos casi inocuos (como la divertida -ya podría decirse, aunque suene un poco feo, porumboiuana- charla sobre posibles apodos que podría recibir ciudades de Rumania para resultar más turísticamente atractivas, o la discusión entre Cristi y su pareja sobre términos gramaticales que la Real Academia Rumana cambió), pero que luego devienen con significaciones políticas. Lo que haría de Policía, adjetivo algo insostenible, casi una mala broma, para el gran grueso de los espectadores, es que Porumboiu no está interesado en la acción, en el desenlace catártico propiamente dicho, sino en lo que se produce en la misma enunciación del relato. Es Porumboiu en este sentido, un director derrideano, en tanto está interesado, más que en la historia y los conceptos, en la construcción y deconstrucción de los mismos. Así como en Bucarest 12:08, en determinado momento nos damos cuenta de que tras la pelea en cámara de ciertas figuras que estuvieron en la famosa plaza rumana donde cayó el régimen de Ceaucescu, realmente no sabremos qué fue lo que realmente ocurrió allí, en Policía adjetivo tampoco importa el desenlace policial o develamiento del supuesto crimen. En el cambio de foco, vemos que lo que realmente le importa al director rumano son los procesos de producción de verdad (en el caso de su ópera prima) y los procesos de producción de ley (en esta nueva película). Todo lo demás, es relleno.

Cualquiera que siga esta recomendación, siéntase libre de enviar una nota de queja a la diaria luego de salir del cine, pero Porumboiu demuestra, una vez más, que Rumania se ha convertido en cuna de uno de los cines más inteligentes de los últimos años.

Publicado en La diaria el 11 de octubre de 2010

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