jueves, 3 de febrero de 2011

El rastro (Rolf de Heer, 2001)


Las dos Australias
Por algunos caprichos de la taquilla, El rastro llega a salas montevideanas con diez años de retraso, pero no por ello la cita deja de ser menos interesante. La película introduce a tres personajes sin nombre, que van a ser referidos exclusivamente por sus funciones: El rastreador (David Gilpilil, conocido por la famosa Walkabout, Nicolas Roeg, 1971), El fanático (Gary Sweet, que no tiene nada de dulce), El seguidor (Damon Gameau) y El veterano (Gran Page). Tal recurso no es nuevo, sino que pertenece a una larga tradición de road trips existenciales, que pueden incluir desde un montón de westerns hasta la ciencia ficción metafísica de La zona (Andrei Tarkovski, 1979). De hecho, hay un momento en particular de la película, en donde los personajes son presentados cada uno de perfil, con el soundtrack compuesto de Archie Roach relatando básicamente la naturaleza de cada uno de ellos (que funciona como una especie de coro griego que comenta cada episodio que da forma al film), que guarda varias similitudes con el famoso plano-secuencia del riel de aquella película de Tarkovski, en donde también la cámara se detiene en los personajes guardando la misma distancia y perspectiva.
Volviendo a la trama, los tres hombres blancos sobre caballos están en búsqueda de un aborigen que aparentemente violó y asesinó a una mujer blanca. Para tal empresa, precisan de la ayuda de un rastreador hábil, que, por lo que podemos ver, es un antiguo aborigen “convertido” al desalmado proceso “civilizatorio” de los británicos. La historia será estructurada alrededor de esa cacería en donde hay de todo excepto velocidad. Más que nada, es una cacería intuitiva, guiada por procedimientos que, en primera instancia, parecen puro azar, pero que después encierran procedimientos finísimos, e incluso, más de un simple motivo.
Esto podría hacer de El rastro una simple película de género, pero curiosamente, Rolf de Heer (director nacido en Holanda, pero que reside en Australia desde sus ocho años) se coloca en un punto intermedio entre las dos tradiciones más evidentes del cine de su tierra. En un lado de la balanza, tenemos al cine clásico australiano, formado en cierta condición metafísica y filosófica, generalmente interesado en los tiempos de construcción social del país y particularmente afecto a la elegancia y el comentario antropológico (la cara más conocida de Australia en festivales, y entre las que se pueden citar los trabajos de Peter Weir, Gillian Armstrong, o el mismo Roeg, que ya fue citado). En el otro lado, el cine más genérico, más guiado por la acción, la violencia y admiración al cine comercial estadounidense, que representó la llamada Ozplotation (que, curiosamente, más allá de ser generalmente ninguneada por la “alta cultura” de la cinematografía australiana, fue la responsable de generar el excedente económico para realizar las otras películas más respetadas). Precisamente, la película de Heer no deja de ser una especie de western, que sin embargo abraza la cultura nativa y se embarca en una construcción de fábula, al tiempo que se abstiene de retratar escenas de violencia. Siendo este último punto uno de los más interesantes de la película, vemos cómo en los acontecimientos más violentos del film (que los hay muchos, entre ellos una masacre de una familia aborigen que El fanático decide perpetrar por encontrar vestido a uno de ellos con restos de un uniforme británico) son interceptados por cuadros de estilo primitivo, que además de funcionar como elipsis, no dejan de resultar contundentes y dar una dimensión más mítica al relato (algo similar a lo que ocurría con las pinturas del niño Aureliano en Desierto Adentro- Rodrigo Plá, Laura Santillo, 2009).
Esta dimensión bipartita, de opuestos en permanente conflicto no sólo tiñe a toda la película (y el cine australiano), sino al mismo país, geográfica y políticamente. Australia, ese país cuya primera población europea fue integrada por reclusos británicos, pero que luego en su proceso de modernización se abrazó a una tardía tradición victoriana. Australia, ese país construido sobre sus costas, pero que tiene un enorme corazón rojizo que muy pocos –aún hoy en día- se han animado a explorar. La Australia aborigen y la Australia modernizada, y el rastreador que es la puntada y el almohadillado que une esos dos mundos.
El rastreador en la construcción occidental de Australia ocupaba un lugar peculiar, siendo, a pesar de su posición vulnerable –por ser aborigen y estar sometido a los blancos- alguien sobre el que el destino de la expedición dependía, tanto en su victoria como en su fracaso (el aborigen perfectamente podía hacer que los ayudaba y tenderle emboscadas a los mismos buscadores). Esa relación de desconfianza es similar, tanto para los personajes que acompaña al rastreador en la película de Rold de Heer, como para nosotros, espectadores (solo que nosotros –si tenemos un poco de corazón- deseamos que la misión, comandada por un personaje tan despreciable como El fanático, fracase). De hecho, en ciertos aspectos que se ven al comienzo, El rastreador es un personaje despreciable (traicionando a su propia raza, por momentos llegando a decir “el único negro inocente es un negro muerto”), que encadenado hasta nos hace recordar a Gollum, de El señor de los anillos. Sin embargo, esos ojos encendidos y curiosos de El rastreador encubren más de una dimensión, y es sobre ellos donde la película se vuelve algo más.

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