sábado, 18 de junio de 2011

El cine de Lars von Trier

Anticristo

Ya antes de sus desafortunadas declaraciones en Cannes (en las que decía que podía entender a alguien como Hitler, y que le valió ser declarado como persona non grata por la organización), pronunciarse a favor o en contra de Lars von Trier era un hecho que dividía aguas. Algo particular de sus películas es que siempre exigen, de una forma u otra, una toma de decisiones de parte del espectador, y en el caso del crítico, aquella vuelta de la pelota a cancha del otro lo deja en un lugar donde está obligado a ocupar una posición y hacerla explícita. He intentado pensar cómo se hace para escribir una nota centrada de Lars von Trier, pero he concluido que de una forma u otra, cuando lo hacés, no importa cuantas elipsis y consideraciones fríamente técnicas utilizas, se nota si te gusta o lo odiás. A mi me gusta Lars von Trier. Este es el momento donde pueden decidir seguir leyendo o no.

Lars von Trier es un director curiosísimo en lo heterogéneo, casi bordeando con lo contradictorio, en lo que refiere a su estilo visual. Más o menos lo ha probado todo, desde la despojada técnica de la cámara en mano, gobernada por las reglas de castidad del Dogma 95’, hasta los tonos exuberantes y místicos de Andrei Tarkovski en su forma de retratar la naturaleza en Anticristo, pasando por la construcción en set, de corte brechtiano de Dogville o Manderlay . Simplemente tome el prólogo en ralenti de Anticristo, en donde el bebé se cae al abismo, mientras Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg tienen sexo en la ducha (una escena que, en contraposición al dolorosísimo contenido que encierra la escena, llega a una estilización de aviso de perfumes) y se dará cuenta de que aquel director no puede ser el mismo que a poco menos de quince años atrás bregaba por un cine de iluminación natural, apartado de todo tipo de géneros y música por fuera del universo diegético del film. Sin embargo, en lo que refiere al contenido, podríamos notar un fantasma que se repite, una fijeza que parece meterlo en una rueda de repeticiones. Una y otra vez. Lars von Trier siempre parece querer hacer lo mismo, tomar una posición en la que como espectador te obliga a identificarte o repeler lo que estás viendo, pero en el que de una forma u otra terminas sintiéndote una marioneta.

Esta fijeza en el proceder de Lars von Trier no guarda mucha diferencia con su figura pública (podría decirse que su persona es tan ficticia como sus películas, o que sus películas son tan reales como su persona), en la que extiende la ola expansiva de sus películas, también obligando al entrevistador a tomar una u otra posición. Lars siempre ha jugado en el pretil, pero siempre se trató, en el fondo, de un mismo acto (por más que ese acto le lleve la vida entera). Incluso, para uno que comúnmente lee las entrevistas que se le hacen al danés, descubre en su metida de pata en Cannes, algo que era parte de una performance, que ya se había leído casi íntegramente en otras entrevistas, pero que en determinado momento de dilación le salió mal. Ver a Lars von Trier pifiarla, cometer un error de cálculos del cual ya no puede retroceder, sino sumergirse más y mas en las arenas movedizas de su discurso (con el rostro lívido de Kirsten Dunst, que parecería preguntarse por qué no siguió haciendo comedias teen), genera una sensación similar a la de ver un truco que sale mal, una acrobacia volante sin red en la que la mano entalcada de un trapecista no llega a tiempo a recibir la del otro. Tenemos la escena del crimen, tenemos la silueta del cuerpo de Lars dibujada con tiza en el suelo del circo, ahora empecemos a reconstruir el caso.

Contradicciones propias

Más interesante que analizar sus films uno por uno (Lars y casi cualquier director diría “para eso vayan al cine y opinen por ustedes mismos”, circunstancia para la que se presta la sabia decisión que ha tomado Cinemateca de comenzar este mismo viernes un ciclo de cine con varias de sus películas, en las que el espectador podrá emitir juicio definitivo) es investigar aquellos rastros psicológicos y de procedimiento del director que se pusieron en juego desde el comienzo y que en cierto modo constituyen la crónica de una muerte anunciada sobre la que estamos indagando ahora. Ya se ha hablado de sobra sobre el impacto del Dogma 95’ (un impacto breve, pero en el que por un momento, avalanchas de directores independientes morían por tener aquel certificado de autenticidad al comienzo de sus films), sobre la arbitrariedad y contradicción interna de sus normas. Como ejemplo de esto último, se podría citar, como bien señala el boletín de Cinemateca, el hecho de bregar por un cine libre y no imponer restricciones al montaje, siendo desde Eisestein uno de los instrumentos de manipulación psicológica (y de la realidad) más conocidos en el cine. Otra contradicción evidente era la de volver a esa costumbre medievalista de no incluir el nombre del artista en los créditos de la obra, cuando Lars von Trier había hecho –y sobre todo en los manifiestos del mismo Dogma- un ejercicio de culto a su misma persona, convirtiendo el movimiento en más que nada uno de los principales recursos para introducirse en los circuitos de discusión del arte cinematográfico de los noventa. Hasta podría extenderse la contradicción a las obras mismas, dándonos cuenta de que la única película que cumple con casi todas las normas impuestas por dicho movimiento es Los idiotas (que, junto a La celebración, de Thomas Vintenberg, fue el principal caballito de batalla de aquella propuesta ética/estética). Las otras dos películas que se incluyen dentro de La trilogía del corazón dorado (formada por Los idiotas, Contra el viento y marea y Bailarina en la oscuridad), tienen sólo algunos elementos del Dogma, pero parecería que en el trayecto el mismo Lars hubiese sido el primero en dejar de interesarle dicho manifiesto, como un niño que arroja a la basura un juguete por el que lloró varias semanas antes de nochebuena.

Di-sci-pli-na

Por más efímero y poco consistente que haya sido su manifiesto, viendo el modus operandi del director, no nos queda otra que considerarlo un síntoma que habla por el director, y que arroja uno de los elementos fundamentales de su cine: el control. Rastrando los orígenes de toda la –por ponerle un nombre- economía libidinal de Lars von Trier, nos damos cuenta de que su cine siempre se ha sostenido en una dinámica de dominador/oprimido. Esto no tanto –o no sólo- en las pobres mártires de La trilogía del corazón dorado (con Björk casi ciega inmersa en un musical de fantasía mientras camina hacia la orca por un crimen que no cometió, o la psicótica, pero devota Emily Watson prostituyéndose como un contrato con Dios para sanar a su marido), sino en la misma construcción de las películas y en las relaciones de poder frente al espectador. Para esto podrían rastrearse muchos puntos que hacen a la biografía del director, la de una infancia vivida en una comuna nudista, en la que sus padres le daban la libertad de hacer absolutamente todo lo que quería, pero frente a la que, como bien señala Lars von Trier, todo terminó volviéndose pesadillezco, ya que, al no haber autoridad, él mismo tenía que creársela, construyéndola posiblemente a la medida de sus propios terrores. A esta libertad absoluta se le impuso, como si apareciese de la nada, las obligaciones de un colegio pupilo, en el que Lars era contínuamente atacado por sus compañeros y por un sistema de normas nunca antes conocido por él. Esta relación íntima frente al control se rastrea no sólo en sus films (Cinco obstrucciones es una película experimental básicamente sobre este mismo tema) sino en los mismos rasgos psicológicos sobre los que se suele aquejar el director en entrevistas: cualquier cosa que se escape de su control lo angustia hasta arrastrarlo a niveles casi catatónicos, entre ello, el terror a viajar en avión, que no sólo lo ha llevado a no viajar nunca a Estados Unidos, sino a ir anualmente a la entrega de premios de Cannes en una camioneta, desde Dinamarca.

Este contrato, en el que parece jugarse lo más íntimo, pero de una manera reglada, como aquellos acuerdos que establecen las parejas sadomasoquistas anónimas, llegando a poner por escrito lo que se puede y no se puede hacer en aquellas violentas jornadas, es similar al que los actores tienen que someterse durante el rodaje. Ya es conocido el hecho de que Björk entró en un colapso nervioso durante la filmación de Bailarina en la oscuridad, algo similar a lo que vivió Nicole Kidman, en aquel despojado hangar –en el que casi no entraba la luz del sol- donde se filmó Dogville, negándose a actuar en Manderlay, la secuela de dicha película.

Lars y Sade

Sade decía que uno no puede tener mucha noción de cuándo le hace bien a un otro, pero puede estar bastante seguro de cuando le causa dolor. Esta exigencia de la prueba, que se ve, más que en la temática, en los tentáculos que tiende el danés hacia nosotros, es uno de los puntos fundamentales de su estilo. Los momentos de abyección de Lars von Trier no sólo logran impresionarnos, sino hacernos sentir peores personas. Lars se ofrece como instrumento del goce del espectador, intenta poner en escena su deseo, y en ella misma nosotros terminamos desnudos, llenos de culpa. Este control se ve en la misma Europa, donde el voiceover de Max von Sydow, encarnando a la del mismo director, parecía ser la de un hipnotizador que nos metía en un mundo donde nuestra voluntad quedaba suspendida. En Dogville, un pueblito estadounidense le brinda asilo a una joven que parece estar escapándose de la mafia. Lo que comienza siendo un apoyo desinteresado, tiende a abrirse por distintas sendas, hasta que el resto del pueblo empieza a apovechar la dinámica de poder, maltratándola y siendo objeto de violación por casi todos los hombres de aquellas tierras. “Te mutilo, no porque quiero, sino porque puedo”, parecerían decir los antagonistas de las pobres protagonistas del cine del director. Pero he aquí que aparece la venganza y en ese momento, mientras Kidman borra con todo el pueblo, niño, niña, mujer o anciano, nosotros exigimos que lo haga ejemplarizantemente, que lo haga a la medida de su odio, pero también del nuestro, que se ha ido acumulando. También, Charlotte Gainsbourg se termina convirtiendo en Anticristo, en aquellas mujeres-bruja a las que la que la inquisición terminó exterminando, y en este mismo acto, Willem Dafoe, que parece encarnar la ciencia y la psicología, acaba actuando de la misma manera que sus ancestros. Todo proyecto emancipador, de buena fe, que emprende un personaje, ya sea en Dogville, en Europa, o en Anticristo, terminan, por una ley superior o un código (recordar las leyes del libro de la vieja en Manderlay), desencadenando la muerte o violencia. Cuando nosotros queremos acordarnos, ya percibimos que somos parte de lo mismo, firmamos el contrato con Lars von Trier, sin fijarnos en la letra chica.

La perversión es una auténtica posición política, esto lo tiene claro el danés. Si embargo, no hay que olvidarse de que en la perversión, por distinto a lo que parezca, no hay relación de uno a uno, y el mismo perverso es quien se termina haciendo al otro y ofreciéndose como objeto, objeto de algo más de una ley que expuesta en su propia carne, de la manera más radical, terminando por señalar las mismas fallas, o sus aberraciones inherentes. En ese sentido, tal como el mismo Sade, que terminó sufriendo en una cárcel el resto de sus días, todo perverso es también un mártir de algo que intenta traer en escena. Pensar a Lars von Trier como un mártir es una teoría bastante audaz, pero habrá que ver qué se trae y nos trae preparado en tiempos futuros.

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