Los nuevos místicos
Al principio era la oscuridad. La luz entra, tal como indica el título del film, silenciosamente, en una ósmosis progresiva que salpica, como en pequeños estallidos rojos, naranjas, luego celestes, un horizonte lejano, un árbol acá, un pedazo de cielo allá. Hay que señalar la dimensión de la frase “todo comienza”, porque justamente esto es lo que indica: un comienzo que va más allá de un mero día, más bien la idea del comienzo de los tiempos, que va a estar marcado con cierto contenido místico y religioso que atrevesará de punta a punta la obra.
Durante todo el film hay una oposición tajante entre el adentro y el afuera: comenzamos con el espacio intenso, soleado y salvaje de la llanura mexicana, pero cuando nos introducen a los personajes, los encontramos a intramuros, en espacios blancos y vaciados, con una austeridad invernal, propia de esa “poesía del silencio” perceptible en las pinturas de Vilhelm Hammershøi (autor en que a su vez se basó Dreyer a la hora de hacer Ordet, película y director con el que Reygadas mantiene más de una referencia). Pero la oposición no es sólo estética, ya que la película se centra en el pequeño drama de vida instalado en el seno de una comunidad menonita, una sociedad que luego de persecuciones y un insigne devenir errante terminó instalándose en lugares como México y Argentina, pero manteniendo su cultura bastante impermeable a la modernidad e incluso lengua del lugar. En Luz silenciosa, película dirigida por un autor mexicano, todo lo que ocurre sucede en ese micromundo, donde los personajes hablan y se relacionan exclusivamente dentro de los marcos de esa comunidad. La reciente elección de pueblos anclados en un pasado incrustado en el presente (con películas que van desde La cinta blanca –Michael Haneke, 2009- hasta La aldea –M. Night Syamalan, 2004) suele dirigirse a los propósitos de partir de un caso radicalmente foráneo para tocar algo de lo universal, descentrándose de la posmodernidad, el capitalismo o cualquier hermenéutica específica del fracaso civilizatorio, para tocar algo más propio de el hombre a secas. En este caso, la historia no podría resultar más conocida: la paradoja existencial de Johanes, un hombre atrapado entre el amor y deberes familiares y un romance pasional con una mujer de la comunidad. Sin embargo, no sólo por el marco particular en donde se inscribe este adulterio, sino también por las opciones narrativas y climáticas del director (pero más que nada sostenido por la excelente fotografía de Alexis Zabé y la dirección artística de Nohemí González), lo que podría circunscribirse meramente al campo de los afectos se eleva a una dimensión espiritual, casi mística, que dota al film de todo un nuevo sentido. La escena de sexo entre Marianne (María Pankratz) y Johan (Cornelio Wall) se da a un ritmo tan contenido e intenso (nuevamente, paralelismo del entorno austero de la cultura menonita y lo cálido y salvaje del ambiente) que rodea todo con un aura de éxtasis religioso. Reygadas parece ser un discípulo de Tarkovski en su confianza a la imagen cinematográfica (a niveles que trascienden lo metafórico, o el lenguaje a secas, partiendo de algo más vinculado a la naturaleza, algo directo, cargado de intensidades –concepción a la que le debe mucho a la particular iglesia rusa, que da particular relevancia al ícono) y en el registro del tiempo real, el tiempo vivo, con el ritmo no asociado al montaje (como sí lo consideró toda la escuela rusa ramificada del cine de Eisestein), sino al que transcurre dentro del plano. En esta reverencia al maestro, a Reygadas se le va un poco la mano, no tanto por la forma en que se lentifica el film (que sí, puede resultarle bastante extenuante a muchos espectadores), sino por cierto aire de uso indiscriminado del recurso, que de a tanto parecería encontrársele un poco de artificio (algo que va justamente opuesto a esa particular noción de naturalismo que manejaba el soviético). Aún así, la decisión estética –que siempre es, en el fondo, una decisión ética- es respetable en la mayoría de los casos, lográndose escenas de gigantesco valor emocional –como la ya citada escena de sexo, o el momento en que Esther se va a un costado de la carretera a llorar contra un árbol, paraguas en mano-.
El final de la película deberá más (para algunos, demasiado) al ya mencionado genio de Dreyer (incluso también a ciertas películas de Bergman), donde el drama realista del film es invadido por un milagro, que sin embargo es asimilable a algo que ronda todo el tiempo al film.
La película sigue esa estructura simétrica (similar a la fotografía del film, que suele buscar simetrías y detenerse en objetos encuadrados en el centro) y desemboca en la misma oscuridad de la que partió. La luz celestial que envuelve al milagro cede lugar a la oscuridad, Mexico se sumerge en el sueño. Es otra noche en la tierra, o quizás sea la última noche, pero definirnos con respecto a eso ya va más allá de nosotros
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