sábado, 11 de junio de 2011

Yo maté a mi madre (Xavier Dolan, 2010)

El encanto de lo mundano

Con Yo maté a mi madre, Xavier Dolan, de veinte años (diecinueve cuando rodó la película) se erigió instantáneamente –sobre todo a nivel de festivales- como un nuevo enfant terrible de la escena mundial. De corte autobiográfico, la película –actuada, dirigida y escrita por él- narra la tensa relación de un adolescente con su madre. Uno podría pensar dicha tensión como una esperable y típica de films que retratan la adolescencia, pero dicho estado no es meramente fruto de desentendimientos cotidianos, sino que pone en juego, en perpetuo cuestionamiento ontológico, qué es una madre y qué es un hijo, dos cuestiones sobre la que se encontrará perpetuamente sumido Hubert (el personaje interpretado por Dolan).

Desde el comienzo se nos despliega toda la artillería verbal, con escenas altamente jocosas que muestran algunos de los terrenos típicos –pero llevados a la última potencia- de ciertos latiguillos discursivos entre madre e hijo (como por ejemplo, la escena inicial en el automóvil, en donde la madre le pide que le de cifras exactas de cuántas madres siguen llevando a su hijo al liceo). Más allá de este furioso odio que Hubert mantiene hacia Chantale, éste convive ambiguamente con un verdadero e intenso amor hacia ella: “No sé que paso. Cuando era pequeño nos queríamos. La quiero. Puedo mirarla, saludarla, hablar con ella, pero no puedo ser su hijo. Sería el hijo de cualquiera, pero no de ella”. Ciertas escenas, en donde no sólo se juegan los excesos verbales de Hubert, sino también las falencias maternas –en aspectos más sutiles, y por lo tanto más demoledores- son particularmente cómicos, pero curiosamente, los momentos más divertidos ocurren cuando los dos intentan sostener un pacto de no agresión, viendo cómo tratan de mantener las cordialidades a fuerza casi de generársele una úlcera.

En todo este despliegue intenso de emociones, la homosexualidad es marco, pero no tema del film. Hubert es novio de Antonin, con quien mantiene una relación flexible y completamente natural. Mientras que la mayoría de los films de la actualidad convertirían la salida del closet de Hubert como uno de los centros fundamentales de la trama, Dolan, que es lo suficientemente joven para pertenecer a una generación donde aquello se ha comenzado a aceptar más naturalmente, trabaja aquel tema como meramente secundario, o como un elemento más de lo que es el desentendimiento mutuo entre él y su madre. A pesar de esto, lo gay se hace presente, no tanto en temática, sino en lo estético, desplegándose en el binomio madre-hijo dos derivaciones estéticas típicas de aquel cine actual. En el costado de Hubert, la imaginería se centra en esa estética arty, bordeando con lo hipster, el pelo a lo Morrisey, las flagelantes autograbaciones en blanco y negro, las polaroids pegadas en la pared de su cuarto. En el costado de la madre, lo gay se hace presente en la decoración kitsch de estilo africano, las pantallas de lámpara con motivos animal print, aquellos ridículos angelitos de porcelana.

Con respecto a esto último, podría increpársele, o más bien comenzar a pensar algo que comentábamos con Diego Faraone, crítico de cine de Brecha, sobre qué es lo que ocurre con el cine gay actual, que se ha llenado de directores que están todo el tiempo hablando y filmándose a sí mismos, casi siempre comentando su vida de una forma demasiado desfalleciente, bordeando con la autoindulgencia –un ejemplo de ello, aunque con una historia mucho más dura detrás, era la película Tarnation (2003), de Jonathan Caouette, o Mon voyage d’hiver (2008), del alemán Vincent Dieutre-. Incluso, podría decirse que aquello se ha vuelto una marca del cine en general, con esos personajes jóvenes excesivamente instruidos y poco creíbles, como la fastidiosa niña de El encanto del erizo, que con doce años intenta hacer disecciones socioculturales dignas de un integrante de la escuela de Frankfort. Quizás esto es un poco lo que le resta algo de simpatía a una película, en muchos momentos tan divertida.

El problema típico del “self-aware”, como suelen decir los yanquis se expande por momentos al estilo, donde se ven algunas costuras que delatan de manera demasiado explícita quizás, los maestros de Dolan, sobre todo las escenas en cámara lenta, con un score de música clásica, típico de Wong Kar Wai. También, podría señalarse que las filmaciones vintage de ocho milímetros se han convertido en el cine actual, lo que era el blanco y negro a la hora de recordar momentos pasados en el cine de hace unas décadas. Un efecto que por ahora parece lindo a la vista (sobre todo para esta nueva generación sumida al encanto de la lomografía y las cámaras fotográficas Holga), pero que con el tiempo, si sigue haciéndose tal uso indiscriminado, corre el riesgo de convertirse en algo ridículo, como el flashback de una telenovela.

La película lleva un buen ritmo en sus dos primeros tercios, pero la última parte puede resultar prescindible, no sólo porque ya se han introducido demasiados vaivenes en la relación madre-hijo, sino porque hay un efecto reconciliatorio que le quita un poco la fuerza cruda que detentaba el film.

Quizás lo más interesante y vigoroso, justamente sea lo más mundano, lo más traído a tierra y alejado de las indagaciones existenciales de su director.

2 comentarios:

  1. ¡Me encantó tu reseña!

    En serio, ¡qué genial,
    acabo de revisar el film esta semana
    y me enamoró ♥

    ResponderEliminar
  2. Me gustó tu critica o reseña pero lo que no me quedo claro fue la ultima parte. Podrías darme una pequeña explicación de: "Quizás lo más interesante y vigoroso, justamente sea lo más mundano, lo más traído a tierra y alejado de las indagaciones existenciales de su director."

    Gracias.

    ResponderEliminar