sábado, 11 de junio de 2011

Las manos en la tierra (Virginia Martínez, 2010)

Mandíbula de acero

En determinado momento de Las manos en la tierra, el arqueólogo Lopez Mazz dice “la muerte es una responsabilidad de los vivos. Los muertos no se entierran solos”. Esta frase actuará como centro gravitatorio sobre el que circulará el documental de Virginia Martínez, directora conocida como una de las principales figuras del cine uruguayo dedicadas a llevar a pantalla temas de historia reciente (siendo responsable del exhaustivo documental Acratas, sobre anarquistas expropiadores, o Por esos ojos, sobre el caso Mariana Zaffaroni).

La historia es conocida por todos: la búsqueda en principio infructuosa (la famosa cifra casi exacta de la que Tabaré Vázquez hacía uso para señalar la seguridad del paradero del cuerpo de María Claudia García de Gelman, dato proporcionado por inteligencia militar) y el eventual encuentro de los restos óseos de Ubegesner Chávez Sosa y Fernando Miranda. A partir de ahí, el documental se articulará sobre dos líneas fundamentales: las voces de los antropólogos encargados de la investigación y los testimonios de los hijos de los desaparecidos. Desde el comienzo sabemos que más que revelarnos algunos datos de cómo se procedió en el proceso de investigación, el fin, o la operatividad del film, no es tanto informativa como ritualística (la mayoría de los datos fueron de común circulación en casi todos los noticieros de aquellos años). Retomando la idea del ritual, heridas tan grandes como las desapariciones durante el período de dictadura no tienen plaquetas capaces hacerlas cicatrizar (aún con el encuentro de los restos), y podría pensarse a la película no tanto como obra cerrada sobre sí misma, sino como producto cultural, anticuerpo que seguirá atacando aquella zona de carne abierta, independientemente de los resultados que surjan alrededor del tiempo (y que la incluye dentro del interminable ciclo películas latinoamericanas de historia reciente, que posiblemente no cesen de aparecer en la medida de lo imposible que es realizar aquel duelo). Hacer el duelo sobre alguien a quien no se llegó a conocer es, en cierto punto, anudar algo inanudable. Esto se sostiene por el mismo enunciado sostenido en voz de los hijos de desaparecidos, como Javier Miranda diciendo “[el descubrimento de los restos] no te devuelve nada, no sana nada (…) lo seguí viviendo como tal. Esos huesos no son mi viejo”. El encuentro de los restos, para confirmar la muerte y dejar al espíritu (tanto en su versión más religiosa como la mera cita a la memoria del muerto) libre de ese estado de “ni vivo ni muerto”, es un punto fundamental en el que un montón de religiones y sentires de distintos pueblos se sotiene, pero aquello es sólo la punta del iceberg. En todo caso, cuando uno da con los restos, lo que exhuma no es tanto una verdad, o una persona, sino un mundo de preguntas.

Esta dimensión del misterio atraviesa toda la película. A fin y al cabo, el ojo del huracán es ese agujero radical, esa nada, esa desaparición que hace de boca de embudo de todo aquello no dicho por una nación. Comprender esa nada ya no es trabajo de un antropólogo, ni de un arqueólogo, ni de los políticos, ni la de los mismos hijos. Es una nada radical que se enquista en la sociedad y se instala en la misma información genética. Irrebatible como la genética, los efectos de esa nada sólo se podrán percibir en las mutaciones generacionales que recién han comenzado a tener padres que nunca llegaron a vivir el proceso dictatorial. Quizás en referencia a este misterio se ha calificado a la película como un thriller arqueológico. En este último sentido, parecería que el título le queda un poco grande, porque la película, si bien maneja este centro de misterio, nunca parece articular de forma adecuada –o más que adecuada, de forma expresa- el tema del suspenso (otro de sus elementos constitutivos). Casi por el contrario, la película, comprometida con cierta sobriedad que es perfectamente coherente con la fotografía morosa de Christian Quijano y la banda de sonido casi minimalista de Herman Klang parece, en la forma en que está encadenada, que nunca quisiera sacar particular rédito emocional a los hallazgos, o que ya los diera por conocidos por el espectador. Es así que el film abandona toda intención catártica y se mantiene frío en su montaje y edición hasta en momentos fundamentales como el descubrimiento del cuerpo de Ubagenser.

Quizás es en este último punto donde a un film con tan buenos entrevistados no llega a ser tan contundente como debería, o al menos como podría. En su relativamente corto metraje (menos de una hora) da la impresión que quedan muchas cuestiones inconclusas, pero uno perfectamente podría decir que esto no sea más que reflejo de los mismos frustrantes resultados tras los efectos producidos por la infame Operación zanahoria (plan a cargo de las fuerzas militares que consistía en la relocalización de los restos de los desaparecidos).

Muchos hablan, pero quizás la última palabra la tiene la fría y sonámbula mandíbula de acero de la pala mecánica, que filmada de frente parece seguir masticando una verdad todavía no dicha.

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