viernes, 30 de septiembre de 2011

El mundo es grande y la salvación acecha a la vuelta de la esquina (Stephan Komandarev, 2008)



Backgammon emocional y sopita para el alma

Películas que utilizan a determinados juegos de caja como grandes metáforas sobre la vida, una realidad en particular, o algo que sucede en la interioridad de los personajes hay muchas. Sin ir muy lejos, una de las imágenes más arquetípicas del cine es la de Max von Sydow jugando una partida de ajedrez con La muerte, siendo este juego posiblemente el que más apariciones (o al menos, apariciones más relevantes) ha acumulado a lo largo del séptimo arte. Una de las particularidades principales que hacen del ajedrez un elemento idóneo para utilizarlo como vehículo dramático es la facilidad con que sus jugadas, al mismo tiempo que la representación de sus piezas (con diferentes encarnaciones, a diferencias de otros juegos donde todas tienen el mismo valor), se prestan para las metáforas vitales, como puede ser un jaque mate en una situación en la que un individuo no tiene escapatoria, o la manera en que el primer movimiento de un peón determina lo que va a ser el resto del partido (recordar la partida entre Pete Martell y Windom Earle en la serie Twin Peaks). Incluso fuera del más europeizado ajedrez, filósofos como Deleuze y Guattari han colocado su lupa sobre otros juegos como el Go para analizar las relaciones entre la subjetividad de oriente y occidente. Sin embargo, el backgammon, siendo uno de los juegos de caja más antiguos que haya conocido la humanidad (data de más de tres mil años, remontando sus orígenes a Mesopotamia, edad que hace ver al ajedrez, de mil cuatrocientos años, como un mero crío), cuenta con relativamente pocas incursiones en el mundo de la ficción, algo curioso, considerando su rica historia y la particular belleza de su tablero. Como uno de los pocos antecedentes que a quien escribe le viene a la cabeza, podría citarse al personaje John Locke, de la serie Lost, y cómo éste ejemplificaba a través del backgammon la pelea eterna entre la luz y la oscuridad, una metáfora que será intestina a lo largo de toda una serie obsesionada con dichos dobles y pares de opuestos.

Es en este vacío que entra El mundo es grande y la salvación acecha a la vuelta de la esquina, película de kilométrico título que trata también sobre el kilométrico viaje en tándem (esas conocidas bicicletas dobles) de un joven y su abuelo. La historia está articulada entre presente y pasado, narrando por un lado la infancia de Alex (atravesada por las agridulces anécdotas sobre su abuelo, conocido por los de su pueblo como Bai Dan, El rey del backgammon y la persecución política que hizo emigrar a su familia a Alemania) y su vida actual, marcada por un accidente automovilístico que lo dejó amnésico, olvidando por completo cualquier rastro de identidad. Ante esta tragedia (en la que murió tanto su padre como su madre), el abuelo intentará ayudarlo a reconstruir su memoria a través del juego que le enseñó en su juventud, emprendiendo el viaje ya mencionado desde la occidentalizada Alemania a la más pagana Bulgaria.

Stephan Komandarev (director del film) tiene en el bolsillo un montón de metáforas útiles para desplegar desde el comienzo. Primero, la posibilidad de asociar la reconstrucción de la memoria de Alex con la de la historia reciente de Bulgaria, así como también la de una población cada vez más integrada en una comunidad política (la Unión Europea), que parece minar algunas particularidades locales. También, el backgammon en la primera media hora del film se presta a metáforas útiles, no sólo concernientes a la vida misma (por ejemplo, la vida como un resumen entre habilidad y azar, ejemplificada en el arte de tirar dados, en la que Bai Dan es un auténtico experto, por no decir gurú), sino a la realidad social de Bulgaria (se toma al tablero como mapa de dicho país, un lugar que, como se señala al comienzo, es “el sitio donde Europa termina, pero nunca empieza”). Más allá de esto, a medida que se desarrolla el film, nos vamos dando cuenta de que las metáforas no son más que un gratinado, siendo la identificación emocional, más que el cuestionamiento a hechos históricos o asuntos filosóficos, el verdadero motor del film. Nunca parece la película dar con la contundencia adecuada y parecería siempre resolver varios de sus conflictos con recursos algo trillados y forzados, que sólo sirven para engrasar la cadena de los personajes que van de un pueblo a otro. Como ejemplo de esto, puede citarse la visita de Alex al campo de refugiados italianos en que se quedó cuando su familia escapó de Bulgaria. En dicha visita se da la improbabilísima casualidad (pero a la que el espectador se anticipa serenamente) de encontrarse ahí, no sólo a un antiguo amigo búlgaro de la familia, sino también a un automóvil que el Alex-niño escondió antes de irse. Todos estos recursos con dejo de deus ex machina (sobre todo la última tirada de dados) terminan revelando lo que en definitiva es la película: una historia que ya por su nombre algo pomposo, parecería ser material de autoayuda. Nadie dudaría que un libro que se llamase “El mundo es grande y la salvación acecha a la vuelta de la esquina” pertenecería a este género, y eventualmente uno se pregunta si en el fondo no está exigiéndole demasiado a una película que en definitiva intenta dar dos o tres consejos vitales (algunos de ellos muy new age, del estilo de “positive thinking”, como el mero hecho de desear y pensar los números de los dados para que casi mágicamente se den así) agregándole algunas cucharadas azucaradas de color local y un poco de belleza geográfica.

Lo que queda de El mundo es grande… es la simpatía de Miki Manojlovic (conocido por nosotros por su actuación en Underground) y dos o tres útiles conocimientos sobre el juego. La apuesta podría haber sido más grande, pero ya en el film se nos explica que un verdadero jugador de backgammon nunca lo hace por dinero.

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