martes, 6 de septiembre de 2011

La mentira (Xavier Gianolli, 2010)



Castillos de arena
La historia –verídica- parece sacada de una novela de Onetti: un hombre sin pasado, tan taciturno como parco se dedica a realizar pequeñas estafas en pueblos franceses, principalmente revendiendo mercadería que toma a préstamo, haciéndose pasar como representante de constructoras. Los datos que nos ofrecen de él son mínimos, salvo un mapa arrasado de puntos rojos que representan los sitios a los que no puede volver (es decir, los lugares que ya fueron víctimas de sus andanzas). Es así que llega a Nord Pasde-Calais, un pequeño pueblo sumido a una gran crisis social que ha dejado parado a más de un 25% de la población. Lo que parecería no ser más que una estafa como cualquier otra, comienza a ramificarse y cobrar otra resonancia y dimensión, al ser confundido Paul con un representante de una constructora que dejó las obras abortadas, suposición que enseguida genera un lento pero incesante interés de parte de todos los habitantes por su figura, quienes empiezan a depositar en él todas las esperanzas de reconstrucción de la región. Aparecen los coimeros, los constructores, la alcaldesa interesada en el resurgimiento económico, pero todos ellos son presentados con cierta empatía, quedando claro que simplemente son personas tratando de sobrevivir. Lo mismo podría decirse de Paul (interpretado impecablemente por François Cluzet), que no puede estar más lejos de aquellos clásicos estafadores con onda, ni que hablar de los sociópatas que se regodean en sus engaños. El protagonista, casi siempre silencioso, va confundiéndose con el pueblo, comienza a asumir el rol que le fue adjudicado, hasta tomar la construcción de la carretera como un objetivo que debe llevar a cabo sí o sí, aún cuando esto lo lleve a utilizar para los proyectos todo el motín original que había obtenido con las coimas.
Es en este sentido que en la existencia de un “como sí”, un espejismo (en este caso, la construcción de la ruta), que es necesario mantener en estatuto de verdad para que no desmorone todo lo que lo rodea, hay mucho de Larsen en Paul y del astillero de Petrus en esa obra inconclusa (retomando la referencia onettiana con la que partimos). Es interesante pensar que, así como Paul decide embarcarse en una empresa absurda que inevitablemente va a terminar llevándole a las autoridades, también el resto del pueblo, en mayor o menor medida, deben saber que hay algo que no cierra del todo, pero el equilibrio de esta mentira es tan fundamental para ellos como para Paul. Así, la autopista no es más que un escenario donde se levanta una función, en la que todos son espectadores, actores y cómplices, sin saberlo del todo.
Quizás, lo que no convence tanto en el film es la historia de amor entre el protagonista y la alcadesa (Emmanuelle Devos), una línea narrativa con tan poca consistencia como los planes de ruta de Paul. En todo caso, trata de ser un agregado a algo que ya de por sí funcionaba solo, que es la responsabilidad de un hombre ante una nueva identidad construida a base de las proyecciones enteras de un pueblo (quizás la primera identidad en la que el personaje cree y no considera necesario huir). Tampoco Gerard Departieu (como un antiguo mafioso que intenta saldar cuentas con el protagonista) tiene mucho que hacer en la historia.
El inevitable final sirve para construir un thriller que funciona a base de acumulación, para el que quizás hubiera sido recomendable recortar algunos minutos de metraje. Aún así, lo que nunca se pierde de vista, y que mantiene a toda la película funcionando bajo su propio eje, es la edificación de un absurdo burocrático plausible, la de un castillo de arena a punto de ser destruido por la primera ola que se le antoje estrellarse en la orilla. Posiblemente la escena o línea que más elocuentemente parece resumir esta atmósfera es cuando Paul se enfrenta a uno de los representantes de CGI, mostrándole todos los proyectos que levantó en su nombre. El tipo, enfrentado a los planos de construcción y azorado por tamaña empresa montada prácticamente en el aire (y anonadado por la sinceridad suicida del estafador que desmonta ante su vista todos sus planes y engaños), le pregunta “¿a dónde va la carretera?” y Paul responde, de una manera quijotesca “No sé, a ninguna parte”.

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