Huérfanos del
deslave
El chico que
miente
(Marité Ugas, 2010) trata sobre uno de los hijos de aquel acontecimiento, con
un niño sin nombre (Iker Fernández) que deambula entre las ruinas del deslave
–ya no tan recientes, pero aún frescas como herida abierta-, buscando a una
madre desaparecida, de la cual nunca sabemos a ciencia cierta qué ocurrió. El
film se intercala con una serie de flashbacks,
en los que se muestra la vida del chico antes de que emprendiera su búsqueda,
relatando una cotidianeidad en un edificio derruido (la construcción de aquella
mole sin ventanas ni paredes como hogar es uno de los grandes méritos de la
buena fotografía del film) con un padre parco, en especial a lo que corresponde
a su esposa.
El
camino del inocente niño por las zonas derruidas recuerda un poco a Alemania año cero (1948) y Masacre ven y mira (1985), pero con un
tono ligeramente dulce -al igual que una
falta de contundencia- que dista radicalmente de las durísimas obras de
Rosellini y Klimov. La inocencia ya citada contrasta radicalmente con algunas
vilezas y contrapuntos oscuros que se van registrando en el camino: un intento
de abuso sexual soslayado, un tipo que roba los santos de San Juan, prostitución
infantil. Casi como si fueran cucharadas de azúcar dispuestas a cortar con
semejante amargura, el niño se va encontrando con distintas mujeres que ofician
de madres substitutas, que le dan comida y sitio para dormir. El tema de la
maternidad atraviesa de cabo a rabo al film. Venezuela se muestra como un país
de huérfanos, o de madres sin hijos, en los que el chico va tratando de
construir teorías que son tan evanescentes como sus mentiras –“¿si se le dice
huérfano a un niño sin padres, cómo se le dice a una madre sin hijo”, repite en
una de sus fórmulas intercambiables. En todo caso, parecería un mundo dividido,
en el que las mujeres siempre se brindan como un rincón cálido y maternal en el
que confiar, mientras que los hombres se retratan como un mal necesario con el
que hay que pactar para salir adelante (vaya uno a saber si las oposiciones son
ideas de la directora, o si es el intento de proyección del mundo interno de un
niño que busca a su madre, o al menos a “una” madre entre tanta devastación).
En
ese camino el niño, conforme se va encontrando con nuevos personajes, va
ensayando una serie de mentiras/versiones de la desaparición de su madre, que
pronto uno se da cuenta de que más que mentiras picarescas para abrirse paso en
el mundo, son versiones que necesita contarse a sí mismo para rellenar de
narración las oquedades dejadas por el trauma (como esos pozos que quedan tras
el robo de los caños de saneamiento).
Por
otro lado, la película, en esa serie de personajes olvidados por el sistema que
se va encontrando en la medida que continúa su roadtrip, recuerda un poco al estilo de Alfonso Cuarón en su
tendencia a colocar en el background lo realmente importante de la película
–véase el certero análisis que Slavoj Zizek hace sobre Children of men e Y tu mamá
también. En el background del film parecería agitarse cierta denuncia a la
negligencia del gobierno chavista –las construcciones abandonadas, las
complicadas políticas en los proyectos habitacionales para los damnificados, un
poster gigante que se agita por ahí-, que ya había sido criticado por su
ineficacia en el tiempo de los deslaves (entre una de sus mayores
controversias, está el hecho de haberse concentrado casi exclusivamente en el
referéndum de la Constitución
Bolivariana de 1999, mientras el país se desmoronaba
“literalmente”). Sin embargo, toda crítica queda a medias tintas, combinando
aquello con ciertos brochazos de color local, que parece querer equilibrar el
tono.
Este
último resultado es tan ambiguo que ha servido de carbón tanto para críticas
chavistas como antichavistas, en un catenaccio ideológico difícil de
sobrellevar. Más allá de los asuntos concretamente políticos, el resultado
cinematográfico del film, pese a su buena fotografía e imágenes poéticas
contundentes (el ataúd llevado por dos motos en línea, por ejemplo) es bastante
pobre, con un guión con muchos agujeros, anticlímax e inverosimilitudes que
terminan afectando el resultado final. Iker Fernández, en unos años que
caracterizaron al cine latinoamericano por sus buenas interpretaciones infantiles
(entre ellas Paula Galinelli Hertzog en El
premio, o Fátima Buntinx en Las malas
intenciones –junto a El chico que
miente, tres películas que desfilaron por las pantallas del último Festival
Internacional de Cine de Punta del Este) es bastante acartonado, muchas veces
pareciendo que recitara un diálogo que le mandan por una cucaracha en el oído –sistema
que sigue funcionando en algunas telenovelas venezolanas. El desempeño de los
personajes secundarios también es flojo e irregular, aún en los casos de
aquellos que “hacen de sí mismos”.
En
definitiva, el resultado final es un film que queda a medias tintas de todo lo
que pretende o podría ser, donde justamente lo que fracasa es la capacidad de
la directora de hacernos creer su historia.
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