jueves, 17 de mayo de 2012

El chico que miente (Marité Ugás, 2011)


Huérfanos del deslave
La Tragedia de Vargas es el nombre dado a una serie de deslaves (aludes de barro productos de intensas lluvias) ocurridos en 1999 que constituyen la mayor catástrofe natural ocurrida en Venezuela durante el siglo XX. El trágico resultado fue una cifra de muertos y desaparecidos que van desde los diez mil a los cincuenta mil, dependiendo de la fuente, y una grandísima cantidad de edificios abandonados o semiderruidos, junto a un montón de gente sin hogar que aún en el año 2012 es una cruz que tiene que cargar el pueblo bolivariano.
El chico que miente (Marité Ugas, 2010) trata sobre uno de los hijos de aquel acontecimiento, con un niño sin nombre (Iker Fernández) que deambula entre las ruinas del deslave –ya no tan recientes, pero aún frescas como herida abierta-, buscando a una madre desaparecida, de la cual nunca sabemos a ciencia cierta qué ocurrió. El film se intercala con una serie de flashbacks, en los que se muestra la vida del chico antes de que emprendiera su búsqueda, relatando una cotidianeidad en un edificio derruido (la construcción de aquella mole sin ventanas ni paredes como hogar es uno de los grandes méritos de la buena fotografía del film) con un padre parco, en especial a lo que corresponde a su esposa.
El camino del inocente niño por las zonas derruidas recuerda un poco a Alemania año cero (1948) y Masacre ven y mira (1985), pero con un tono ligeramente dulce  -al igual que una falta de contundencia- que dista radicalmente de las durísimas obras de Rosellini y Klimov. La inocencia ya citada contrasta radicalmente con algunas vilezas y contrapuntos oscuros que se van registrando en el camino: un intento de abuso sexual soslayado, un tipo que roba los santos de San Juan, prostitución infantil. Casi como si fueran cucharadas de azúcar dispuestas a cortar con semejante amargura, el niño se va encontrando con distintas mujeres que ofician de madres substitutas, que le dan comida y sitio para dormir. El tema de la maternidad atraviesa de cabo a rabo al film. Venezuela se muestra como un país de huérfanos, o de madres sin hijos, en los que el chico va tratando de construir teorías que son tan evanescentes como sus mentiras –“¿si se le dice huérfano a un niño sin padres, cómo se le dice a una madre sin hijo”, repite en una de sus fórmulas intercambiables. En todo caso, parecería un mundo dividido, en el que las mujeres siempre se brindan como un rincón cálido y maternal en el que confiar, mientras que los hombres se retratan como un mal necesario con el que hay que pactar para salir adelante (vaya uno a saber si las oposiciones son ideas de la directora, o si es el intento de proyección del mundo interno de un niño que busca a su madre, o al menos a “una” madre entre tanta devastación).
En ese camino el niño, conforme se va encontrando con nuevos personajes, va ensayando una serie de mentiras/versiones de la desaparición de su madre, que pronto uno se da cuenta de que más que mentiras picarescas para abrirse paso en el mundo, son versiones que necesita contarse a sí mismo para rellenar de narración las oquedades dejadas por el trauma (como esos pozos que quedan tras el robo de los caños de saneamiento).
Por otro lado, la película, en esa serie de personajes olvidados por el sistema que se va encontrando en la medida que continúa su roadtrip, recuerda un poco al estilo de Alfonso Cuarón en su tendencia a colocar en el background lo realmente importante de la película –véase el certero análisis que Slavoj Zizek hace sobre Children of men e Y tu mamá también. En el background del film parecería agitarse cierta denuncia a la negligencia del gobierno chavista –las construcciones abandonadas, las complicadas políticas en los proyectos habitacionales para los damnificados, un poster gigante que se agita por ahí-, que ya había sido criticado por su ineficacia en el tiempo de los deslaves (entre una de sus mayores controversias, está el hecho de haberse concentrado casi exclusivamente en el referéndum de la Constitución Bolivariana de 1999, mientras el país se desmoronaba “literalmente”). Sin embargo, toda crítica queda a medias tintas, combinando aquello con ciertos brochazos de color local, que parece querer equilibrar el tono.
Este último resultado es tan ambiguo que ha servido de carbón tanto para críticas chavistas como antichavistas, en un catenaccio ideológico difícil de sobrellevar. Más allá de los asuntos concretamente políticos, el resultado cinematográfico del film, pese a su buena fotografía e imágenes poéticas contundentes (el ataúd llevado por dos motos en línea, por ejemplo) es bastante pobre, con un guión con muchos agujeros, anticlímax e inverosimilitudes que terminan afectando el resultado final. Iker Fernández, en unos años que caracterizaron al cine latinoamericano por sus buenas interpretaciones infantiles (entre ellas Paula Galinelli Hertzog en El premio, o Fátima Buntinx en Las malas intenciones –junto a El chico que miente, tres películas que desfilaron por las pantallas del último Festival Internacional de Cine de Punta del Este) es bastante acartonado, muchas veces pareciendo que recitara un diálogo que le mandan por una cucaracha en el oído –sistema que sigue funcionando en algunas telenovelas venezolanas. El desempeño de los personajes secundarios también es flojo e irregular, aún en los casos de aquellos que “hacen de sí mismos”.
En definitiva, el resultado final es un film que queda a medias tintas de todo lo que pretende o podría ser, donde justamente lo que fracasa es la capacidad de la directora de hacernos creer su historia.

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