jueves, 15 de septiembre de 2011

Oro - Oro (Independiente, 2011)

El hambre

El complejo Bulevar Artigas podría ser un buen candidato para un análisis sociológico, teniendo en cuenta la progenie de músicos actuales que proceden de dicho lugar. Cooperativa de muchas familias intelectuales de izquierda, quizás por la perfecta combinación de espacios libres y cerrados, la notoria cantidad de población joven y el enclave de un público adulto que pasa la mayor parte del tiempo fuera de dicho complejo (algo que comparte ciertas características con el espacio de la costa de oro, donde también ha dado a luz a un montón de bandas y movidas peculiares), el lugar ha resultado un óptimo caldo de cultivo para la formación de una estirpe de músicos variada, pero siempre interconectada de algún modo. De ahí –y sus alrededores- provienen la mayoría de los integrantes de la banda stoner Santa Cruz, el solista Sr. Pharaon (el hombre detrás de las tumbadoras de Hablan por la Espalda y uno de los más interesantes blueseros que ha dado la escena actual), así como también Martín Canova, uno de los fundadores de la experimental Fiesta Animal. A este linaje también pertenece la banda Oro, banda que no sólo suele compartir escenario con la mayoría de las formaciones ya mencionadas, sino también parte de un público muy característico y curiosamente fiel.

A simple vista, con Oro no hay mucho misterio. Es un blues al palo (manteniendo algunos rastros de metal), con canciones que meten mano en la conocida imaginería del género (la minita, el ruuuack, las borracheras, etc.), y que es más efectivo a la hora de componer riffs que a la de realizar solos de guitarra. Todo esto es una cáscara, o por así decirlo, el enchapado de Oro, y quedarse en ese aspecto meramente descriptivo sería más propio de una escueta gacetilla cultural, de esas que suelen limitarse a reconocer influencias y tirar adjetivos como “aplanadora sonora”, o “guitarras filosas”. Oro, curiosamente, resulta una banda compleja cuando se empieza a prestar atención a algo que a simple vista parece de lo más llano y poco interesante: las letras. A diferencia de Santa Cruz, donde las letras suelen ser meras pinceladas que deben leerse como tripulante de sidecar de la verdadera chopper que es la música, Oro parece existir en ese universo arquetípico del blues, pero por insistencia, o por un encanto extra, difícil de precisar, le da otra densidad, o lo vuelve otra cosa.

El crítico Chuck Eddy, en una célebre nota sobre Pyromania, de Def Leppard, mantenía que el principal combustible para hacer buen rock and roll es el hambre, hambre de fama, mujeres y guita. Tal definición por supuesto que puede resultar un poco vaga –así como también puede increpársele el hecho de que intenta explicar una mitología a partir de la iconografía de la misma (por no decir también que deja al costado un montón de buen rock que es movido por otras razones)-, pero esto es algo que se percibe, casi hasta romper la vista, en Oro. Es difícil recordar, desde Chicos Eléctricos, una banda uruguaya tan movida por el deseo o la insatisfacción del mismo, siendo las mujeres el verdadero centro sobre el que se organizan casi todas las canciones. A diferencia de la forma magnánima en que se presenta la banda (“esto es Oro/ es rock and roll/ es un tractor/ sin conductor”, en el tema que abre el disco, una autoafirmación que graciosamente se vuelve a decir en Cabalgante blues, el tema que le sigue -“ya lo dijimos, Oro es un tractor/ Rock and Roll del mejor/ la guitarra me indica como cantar/ varias cuerdas tuvimos que cambiar/ 0.11 a veces no alcanza/ Oro tiene esa cosa que cansa”-), cuando llega al tema de las mujeres, todo queda atravesado por una especie de frustración, un deseo aguantado, insomne, a punto de explotar, que llega a su punto paroxístico en Te haces desear. “Nena por tu cara sé/ que tu novio no lo hace bien/ nena yo se que vos querés/ un poco de…/ un poco de amor (…) y por las noches no me puedo aguantar/ mi cabeza se pone a pensar/ si es que quieren algo de mí/ o se hacen desear”. Esa pregunta, esa inversión masculina del famoso “qué pretende usted de mí” es el corazón del disco, la gasolina invisible que corre por sus venas. Es “La venganza de los negros”, las historias que se cuentan a sí mismos los tipos que ven a la rubia caminar por la playa, fantaseando y odiándolas antes del rechazo, esa metáfora con la que una vez Luca Prodan definió a La rubia tarada. En tiempos donde todo parece tan lavado o parodiado, las sensaciones y la calentura de los pibes del complejo Bulevar Artigas se palpan, adquieren una densidad diferente.

Aún remitiéndonos a esto, sería insuficiente para justificar el atractivo de una banda como Oro. Ahí es donde la labor de crítico se vuelve aún más espinosa, donde uno se da cuenta de que le gusta Oro porque le cree, le cree a sus historias. Creer no debe entenderse desde la constatación en la vida cotidiana de la simetría entre lo que uno es y sobre lo que uno canta (tales investigaciones de autenticidad casi detectivesca recuerdan a las bizantinas discusiones entre bandas de punk por ver cual es más del palo). Hay algo en ese creer que es proviene más de la fe, o de la empatía inmediata. Basar la defensa de una banda en un detalle tan subjetivo como creerle, parece poco convincente, pero es la forma más exacta con que se puede definir el atractivo de Oro. No es, a veces, sólo la música, sino el personaje que se va cincelando a partir de la música, lo que termina por definir una banda. Aún con un disco que debería haber sido un poco recortado (al final del mismo la selección de temas se vuelve algo monótona), el blues de ese trío tan imperfecto que es Oro, con esa voz de tribuna, con esos gritos de arengue, con esa canción tan genial como sencilla que es Pantalón de tiro bajo, posiblemente no tenga los climas de Santa Cruz, ni la heterodoxia de Cadáver Exquisito, ni la desfachatez de Barajas Blues, ni las inquietudes de Hablan por la Espalda, ni la excelencia técnica de Pablo Traberzo, pero les sobra esa hambre, esas ganas que lo vuelven algo emocionante, algo en que creer o tener fe, aún cuando sea sobre una mitología que ya pensábamos tan conocida como agotada.

Publicado en La diaria el 15 de setiembre de 2011

2 comentarios:

  1. Que curioso que hayan elegido la imagen de un tractor sin control para denotar su furia, salvajismo y todos esos semas rockistas cuando en realidad la velocidad máxima de un tractor es de casi 40km/. Además el tractor se mueve por superficies llanas, sin accidentes geográficos, es decir, ¿qué consecuencias puede tener un tractor sin conductor? ¿que arruine una cosecha, que choque un granero? Un Fiat Uno en el medio de la ciudad es más peligroso en ese sentido...

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  2. buen punto.
    tampoco creo que el tractor amarillo sea la forma mas barata de tener descapotable

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