martes, 4 de septiembre de 2012

Declaración de guerra (Valérie Donzelli, 2011)



Las trincheras blancas
Los dos se conocen en el bar, intercambian miradas y, ya desde sus respectivos nombres (Romeo y Julieta), parece estar todo dicho. Sin embargo, cuando uno incurre en la metáfora shakespeareana (tal como lo señala Romeo en las primeras palabras que se cruzan) debe saber que la toma tanto por su referencia al amor, como por su inflamada dimensión trágica. Justamente, la tragedia irá apareciendo, ocupando pequeños espacios de sus vidas, hasta que, casi sin darnos cuentas, los encontramos a los dos con el barro hasta las rodillas. Adam, temprano hijo, retoño del amor entre los dos, luego de haber dado extrañas señales de que algo andaba mal, es llevado a pediatras e institutos de neurología, donde terminan por encontrarle un tumor maligno en el cerebro, detalle que cambiará esa dulce primavera que enmarcaba las vidas de Romeo y Julieta por un escenario de guerra, donde cada día es una batalla y cada habitación de hospital una trinchera.

Es una “Cancer movie”, y para peor, con niños involucrados. Agregándole más arena al costal, la historia es la de la misma directora y protagonista (Valérie Donzelli), que coescribió el guión junto a su antigua pareja, Jérémie Elkaïm, quien, cerrando el círculo de metadiscursividad, es el responsable de llevar a Romeo en la pantalla. Sin embargo, lo que en la mayoría de los films suele derivar en un drama lacrimógeno (aunque, lágrimas hay, y muchas), o en comedias escapistas, completamente ilusorias, en Declaración de guerra se encuentra un extrañísimo equilibrio entre tristeza y alegría, festejo y luto, aún en simultáneo.

Para un director que pretende mantener a raya el registro emocional para una película de tales magnitudes dramáticas, cada puesta en escena debe ser manejada como si se manipulase plutonio. Un movimiento en falso, una frase de más, un gesto extra, un corte demasiado abrupto, un travelling innecesario y la película se te convierte en un dramón venezolano o una obra fría, bordeando lo cínico.

Para esto, Valérie se pone los guantes quirúrgicos y recurre a una útil batería de recursos muy franceses –acuñados por la nouvelle vague, pero posteriormente desarrollados por otros autores-, que por momentos toman la forma de musical de Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy,1964), otras veces incurriendo en esa forma de ruptura dramática típica del cine más actual de Arnaud Desplechin, o jugueteando con algunos absurdos de los movimientos y puesta en escena de los protagonistas (la película insiste en la condición doble de los dos, a veces haciéndolos usar la misma ropa, otras haciéndolos moverse en espejo –como cuando fuman, o salen a trotar). El voiceover también es un recurso inteligentemente usado en el film, generando una mínima distancia y explicando aspectos que están en su justa medida mediatizados por lo más cercano a lo literario (especialmente con respecto a ciertos aspectos del vínculo entre Romeo y Julieta).

Este curiosísimo equilibrio lo percibimos en uno de los momentos claves del film, donde Julieta debe informarle a su pareja, via celular, el oscuro diagnóstico de parte de los médicos. Valérie opta por ahorrarnos las palabras y llenar esa escena de música, permitiéndonos ver, no sólo el acceso de locura o de shock en cada uno de los eslabones de la cadena familiar que se van enterando, sino cierta dimensión cómica en lo auténticamente trágico del asunto. De golpe nos damos cuenta de que al mismo tiempo que tenemos ganas de llorar también estamos riéndonos con esos cuerpos tan frágiles, tan veloces y torpes, que se desmallan o tropiezan, como si los estuviésemos viéndolo a esa particular velocidad que tienen las películas mudas.

Lo primero que a uno podría quejarse es de cierta manipulación -cuando no estetización- de la tristeza (la escena con estilo videoclipero de Julieta corriendo hacia ninguna parte por los pasillos de hospital cuando se entera de la noticia), lo que podría hacernos pensar de un juego medio tramposo de parte de la directora. Sin embargo, uno no puede dejar de percibir que alrededor de Declaración de guerra prima una intensa humanidad, no sólo de parte de ese batallón variopinto de familiares que se dedican cuerpo y alma a asistir a los protagonistas, sino también de todo el cuerpo de médicos y enfermeros que tratan al niño (en particular, una actuación pequeña pero dignísima es la de Fréderic Pierrot en su papel del cirujano Saint-Rosse, que en sus pausas y sus silencios tiene uno de los rostros más nobles que se hayan visto en el cine).

El mismo equilibrio y ambigüedad se puede decir del resto de los contenidos temáticos de la película. A fin de cuentas, Declaración de guerra puede ser tanto una película sobre la derrota del amor como de la celebración de la vida, pero el resultado sigue siendo el mismo: creemos que estamos tristes, pero no entendemos por qué nuestros músculos labiales trazan una parábola positiva en nuestro rostro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario