jueves, 20 de septiembre de 2012

Madrid, 1987 (David Trueba, 2011)



Notas al pie

Son tres, cuatro líneas y ya se nos desnuda el modus operandi de Miguel (interpretado por el mítico José Sancristán): ante cualquier situación, por más mínima que sea, un comentario, una nota al pie de página, una ocurrencia o una máxima filosófica. Le dice al mozo “tu haz tu rollo de mozo, yo haré mi rollo de escritor” y la norma parece aplicarse en el momento que llega Angela (María Valverde), una joven estudiante de periodismo que unos días atrás le realizó una entrevista.

Miguel es un periodista famoso, un bohemio, una importante voz que parece haber sobrevivido los múltiples embates de la dictadura franquista. La imagen que podemos hacernos de él es bastante similar a la mítica que solemos hacernos de la generación del 45’ uruguaya, especialmente por el pequeño, pero inteligente detalle de David Trueba (director del film) de mostrarnos cómo una vez que Miguel abandona el bar, los mozos guardan su máquina de escribir, señalando la transformación de aquel sitio en un cuasi despacho.
El rasgo principal de Miguel es su autoconsciencia, una especie de desprecio por la capa fantasmal que envuelve todos los ritos sociales. Desde el comienzo sabemos que él quiere acostarse con Angela, que no hay ninguna otra razón para el reencuentro post entrevista que quemar su última posibilidad de lograr la proeza, y él se lo hace saber. Con las cartas tiradas sobre la mesa, la invita a subir al estudio de un amigo y ella, aún dudosa, termina aceptando.

El puente interminable

La situación inicial de aproximación deja remarcada cierta disposición estanca de qué lugar ocupa cada uno, con Miguel casi disponiendo de Angela según sus propios deseos, haciendo uso de su extensiva retórica (por ejemplo, exigirle a ella desnudarse, considerando que él ya se desnudó en su entrevista). El nudo central del film, por así decirlo, su tour de force, es el hecho de que en determinado momento Miguel y Angela se quedan trancados en el baño, sin nadie que pueda abrirles y sin nada más que dos toallas. El resto de la película transcurrirá ahí, con los dos personajes desnudos, alternando en monólogos que están lejos de centrarse meramente en ellos mismos.

La parte más atractiva del film es justamente la, por momentos, más insoportable. Miguel no sabe hablar más que en grandes frases, pero la irregularidad de calidad, lucidez y pomposidad de ellas parecen que fueran citas alternantes entre Faulkner, Onetti, Benedetti y Ricardo Arjona. En este punto, en ese apetito omnívoro de las citas e hipertextualidades es innegable la herencia de la nouvelle vague (si las películas de Godard fueran un libro, sus notas al pie de página superarían el largo del texto oficial). Justamente, la referencia a la nouvelle vague no es solamente estética, sino también moral, con un marco de personajes hombre-mujer que parece notoriamente afincado en esta tradición –no injustamente acusada de cierta misoginia- del hombre como ser pensante, disertante y estático y la mujer como objeto fascinante, físico, histerizado, catalizador de la acción (pensemos en Pierrot el loco, con Jean Paul Belmondo eternizado en su diario íntimo y la Anna Karina performática, asesina, explosiva).

La película, sin embargo, trata de ocultar estas huellas. En un principio, parecería que quien tiene el control es Miguel, pero a medida que despliega su arsenal retórico, vamos viendo que las palabras, más que mostrarlo como es, son ladrillos con los que pretende construir una muralla, vestirse, a diferencia de Angela que progresivamente se siente cada vez más cómoda con su desnudez. Un ejercicio interesante con películas de notorias aspiraciones trascendentes es intentar despojarse de todo el material filosófico subyacente y pensar el aspecto más banal e inmediato que nos invoca, y en el caso de esta película es “por qué Miguel no deja de hablar y tienen sexo de una vez”. Precisamente, es en este punto donde vemos el nudo velado del film, que es la falsa inseguridad de Angela, su falsa colocación en el lugar de alumna, que ella, en cierto punto, hace jugar, quizás como interés personal, quizás como contrato subrepticio entre ella y él.

La realidad de la fantasía

En estas referencias, la película recuerda a otra que también desfiló en el último festival de Cinemateca (próxima a exhibirse en el Festival de la crítica de octubre), Noche #1 (Anne Émond, 2011), en la que dos extraños, luego de una jornada de sexo, comienzan a confesarse, a sacar todas las miserias que arrasan sus vidas. Sin embargo, podría decirse que la relación entre las dos obras es casi inversa. En Noche #1 el conocimiento original se realiza por medio del sexo, la película directamente es lanzada con la escena sexual, mientras que la estructura de Madrid, 1987 está marcada por la curvatura del camino hasta este objetivo. A su vez, mientras en la película de Trueba el aprisonamiento de la pareja es dado por una situación específica (la puerta del baño queda trancada), en la de Émond las razones del atrincheramiento de los dos cuerpos en el apartamento del protagonista se debe a algo más personal e incierto, casi una fuerza metafísica similar a la que mantiene encerrados a los comensales en El ángel exterminador, de Luis Buñuel. Pero la diferencia más notoria va en la desnudez y las fantasías de las dos parejas. Noche #1 parte de una imagen idealizada de cada uno, conduciéndose hacia sus secretos más jodidos, una especie de desnudamiento radical en el que la mujer termina encontrando su núcleo de verdad, algo que la hace a ella. Madrid, 1987, por el contrario, parte del desnudamiento efectivo y frío, la suprema autoconsciencia de Miguel, hacia la composición de un marco de fantasía compartido que termina siendo más real que la realidad misma (y que se redondea en la escena de la película inexistente que Miguel le relata a Angela).

El final justamente marca, en oposición a Noche #1, una verdad, no de Angela, sino de Miguel, en la curiosa inclusión de música extradiegética al final del film. Este hecho ha sido criticado por gran parte de la crítica, en el sentido de considerarlo una traición final al “estilo” “desnudo” la obra (que prescindió completamente de ella a lo largo de todo el metraje). Sin embargo, el detalle de la música de cierre debe leerse de otra manera: con ella (a la que Miguel criticaba, diciendo que la música en las películas es como semáforos que nos dicen cuándo emocionarnos) se termina demostrando la incongruencia final del protagonista, justamente devolviéndole de forma invertida su falsa y declarada guerra contra el estilo (el estilo es, justamente, lo que lo aleja de todo vínculo auténtico). Lo que queda en Miguel es justamente la emoción, la posibilidad de elaborar una fantasía que habla más de sí que lo que pretende ocultar con su falsa sinceridad y pragmatismo. Angela siempre tuvo el poder, y recién ahora, él lo sabe.

publicado en la diaria el 20/9/12

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