Notas al pie
Son tres, cuatro líneas y ya se nos desnuda el
modus operandi de Miguel (interpretado por el mítico José Sancristán): ante
cualquier situación, por más mínima que sea, un comentario, una nota al pie de
página, una ocurrencia o una máxima filosófica. Le dice al mozo “tu haz tu
rollo de mozo, yo haré mi rollo de escritor” y la norma parece aplicarse en el
momento que llega Angela (María Valverde), una joven estudiante de periodismo
que unos días atrás le realizó una entrevista.
Miguel es un periodista famoso, un bohemio, una
importante voz que parece haber sobrevivido los múltiples embates de la
dictadura franquista. La imagen que podemos hacernos de él es bastante similar
a la mítica que solemos hacernos de la generación del 45’ uruguaya, especialmente
por el pequeño, pero inteligente detalle de David Trueba (director del film) de
mostrarnos cómo una vez que Miguel abandona el bar, los mozos guardan su
máquina de escribir, señalando la transformación de aquel sitio en un cuasi
despacho.
El rasgo principal de Miguel es su
autoconsciencia, una especie de desprecio por la capa fantasmal que envuelve
todos los ritos sociales. Desde el comienzo sabemos que él quiere acostarse con
Angela, que no hay ninguna otra razón para el reencuentro post entrevista que
quemar su última posibilidad de lograr la proeza, y él se lo hace saber. Con
las cartas tiradas sobre la mesa, la invita a subir al estudio de un amigo y
ella, aún dudosa, termina aceptando.
El
puente interminable
La situación inicial de aproximación deja
remarcada cierta disposición estanca de qué lugar ocupa cada uno, con Miguel
casi disponiendo de Angela según sus propios deseos, haciendo uso de su
extensiva retórica (por ejemplo, exigirle a ella desnudarse, considerando que
él ya se desnudó en su entrevista). El nudo central del film, por así decirlo,
su tour de force, es el hecho de que
en determinado momento Miguel y Angela se quedan trancados en el baño, sin
nadie que pueda abrirles y sin nada más que dos toallas. El resto de la
película transcurrirá ahí, con los dos personajes desnudos, alternando en
monólogos que están lejos de centrarse meramente en ellos mismos.
La parte más atractiva del film es justamente la,
por momentos, más insoportable. Miguel no sabe hablar más que en grandes
frases, pero la irregularidad de calidad, lucidez y pomposidad de ellas parecen
que fueran citas alternantes entre Faulkner, Onetti, Benedetti y Ricardo
Arjona. En este punto, en ese apetito omnívoro de las citas e
hipertextualidades es innegable la herencia de la nouvelle vague (si las películas de Godard fueran un libro, sus
notas al pie de página superarían el largo del texto oficial). Justamente, la
referencia a la nouvelle vague no es
solamente estética, sino también moral, con un marco de personajes hombre-mujer
que parece notoriamente afincado en esta tradición –no injustamente acusada de
cierta misoginia- del hombre como ser pensante, disertante y estático y la
mujer como objeto fascinante, físico, histerizado, catalizador de la acción
(pensemos en Pierrot el loco, con
Jean Paul Belmondo eternizado en su diario íntimo y la Anna Karina
performática, asesina, explosiva).
La película, sin embargo, trata de ocultar estas
huellas. En un principio, parecería que quien tiene el control es Miguel, pero
a medida que despliega su arsenal retórico, vamos viendo que las palabras, más
que mostrarlo como es, son ladrillos con los que pretende construir una
muralla, vestirse, a diferencia de Angela que progresivamente se siente cada
vez más cómoda con su desnudez. Un ejercicio interesante con películas de
notorias aspiraciones trascendentes es intentar despojarse de todo el material
filosófico subyacente y pensar el aspecto más banal e inmediato que nos invoca,
y en el caso de esta película es “por qué Miguel no deja de hablar y tienen
sexo de una vez”. Precisamente, es en este punto donde vemos el nudo velado del
film, que es la falsa inseguridad de Angela, su falsa colocación en el lugar de
alumna, que ella, en cierto punto, hace jugar, quizás como interés personal,
quizás como contrato subrepticio entre ella y él.
La
realidad de la fantasía
En estas referencias, la película recuerda a otra
que también desfiló en el último festival de Cinemateca (próxima a exhibirse en
el Festival de la crítica de octubre),
Noche #1 (Anne Émond, 2011), en la que dos extraños, luego de una jornada
de sexo, comienzan a confesarse, a sacar todas las miserias que arrasan sus
vidas. Sin embargo, podría decirse que la relación entre las dos obras es casi
inversa. En Noche #1 el conocimiento
original se realiza por medio del sexo, la película directamente es lanzada con
la escena sexual, mientras que la estructura de Madrid, 1987 está marcada por la curvatura del camino hasta este
objetivo. A su vez, mientras en la película de Trueba el aprisonamiento de la
pareja es dado por una situación específica (la puerta del baño queda trancada),
en la de Émond las razones del atrincheramiento de los dos cuerpos en el
apartamento del protagonista se debe a algo más personal e incierto, casi una
fuerza metafísica similar a la que mantiene encerrados a los comensales en El ángel exterminador, de Luis Buñuel.
Pero la diferencia más notoria va en la desnudez y las fantasías de las dos
parejas. Noche #1 parte de una imagen
idealizada de cada uno, conduciéndose hacia sus secretos más jodidos, una
especie de desnudamiento radical en el que la mujer termina encontrando su núcleo
de verdad, algo que la hace a ella. Madrid,
1987, por el contrario, parte del desnudamiento efectivo y frío, la suprema
autoconsciencia de Miguel, hacia la composición de un marco de fantasía compartido
que termina siendo más real que la realidad misma (y que se redondea en la
escena de la película inexistente que Miguel le relata a Angela).
El final justamente marca, en oposición a Noche #1, una verdad, no de Angela, sino
de Miguel, en la curiosa inclusión de música extradiegética al final del film.
Este hecho ha sido criticado por gran parte de la crítica, en el sentido de
considerarlo una traición final al “estilo” “desnudo” la obra (que prescindió
completamente de ella a lo largo de todo el metraje). Sin embargo, el detalle
de la música de cierre debe leerse de otra manera: con ella (a la que Miguel
criticaba, diciendo que la música en las películas es como semáforos que nos
dicen cuándo emocionarnos) se termina demostrando la incongruencia final del
protagonista, justamente devolviéndole de forma invertida su falsa y declarada
guerra contra el estilo (el estilo es, justamente, lo que lo aleja de todo
vínculo auténtico). Lo que queda en Miguel es justamente la emoción, la
posibilidad de elaborar una fantasía que habla más de sí que lo que pretende
ocultar con su falsa sinceridad y pragmatismo. Angela siempre tuvo el poder, y
recién ahora, él lo sabe.
publicado en la diaria el 20/9/12
¡Gran crítica!
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