La libertad importada
Boris tiene catorce años y asiste al más
importante conservatorio de danza de Moscú, cuna de los más grandes bailarines
del teatro Bolshoi. A diferencia del resto de sus compañeros, Boris está un
paso más atrás, no sólo en lo que refiere a físico, sino también a fuerza,
técnica y habilidades sociales (a esto le agregamos ser judío en la Unión
Soviética –caracterizada por un largo historial de acciones antisemitas-,
detalle que no parece pasar inadvertido por la mayoría de sus profesores y
coetáneos). A este difícil marco social, se le agrega el detalle de no haber
conocido a su padre, cuya identidad es férreamente mantenida en secreto por su
madre, quien parece pasar sus días alternando entre amantes que conoce en
clases de inglés y tours en los que trabaja como guía.
La vida de Boris –pese a no conmiserarse demasiado
con su presente, intentando a todo momento encontrar variantes y soluciones-,
se mantiene en una meseta de pequeños fracasos, hasta que da con una cinta que
cambiará su vida. El vhs contrabandeado por uno de los amigos extranjeros de su
madre es la película Noches Blancas
(Taylor Hackford, 1985), hito de los 80’ protagonizado por Baryshnikov, en
donde cada movimiento parece darle a Boris fugaces, pero intensos destellos de
otro mundo posible. La obsesión por el film lo lleva a ensayar una y otra vez
todos los movimientos, intentando mimetizarse con su ídolo (y mejorando
notoriamente en su baile). Luego de serle señalado por un amigo el parecido que
hay entre él y Baryshnikov, el chico va construyendo una ficción en la que se
asume como hijo del bailarín, mentira con fines prácticos que se la termina
creyendo, similar a lo que ocurría con otro niño con respecto a su madre en El chico que miente (Marité Ugás,
2010), también exhibida este año en
Cinemateca.
Las referencias a la irlandesa Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000) resultan
más que evidentes, sobre todo en aquellas escenas del niño bailando desquiciadamente
en su cuarto o en espacios públicos. Sin embargo, lejos de meramente señalar el
tópico en común (el baile como un espacio liberador y de autoafirmación
personal), habría que repasar lazos aún más profundos. Un ejercicio siempre
fructífero –además de entretenido- es aislar alternativamente el marco social
del arco argumental, haciendo un intercambio entre figura-fondo. Con este tipo
de lectura, Billy Elliot no es otra cosa que un drama político materializado en
un hombre que se ve obligado a elegir entre dos marcos identitarios y de
referencia (el de padre/familia, o el de huelguista/sindicato). Mi padre Baryshnikov, por su parte, es
un retrato mucho más evidente del fin del comunismo, cuando no una celebración
lisa y llana del capitalismo.
Baryshnikov es persona non grata en la Unión
Soviética por haberse escapado e instalado en Estados Unidos; su nombre está
prácticamente prohibido en el conservatorio. La cinta con la que se deslumbra
Boris –al igual que el resto de sus compañeros- es un elemento de contrabando
que en el fondo no se diferencia demasiado a la mercadería que traspasa y vende
a rusos ávidos de las maravillas del occidente. Paralelamente, el mismo Boris
capitaliza la realidad política de su país vendiendo artículos soviet kitsch –prendedores, petacas,
camisetas de la CCCP- a ingenuos turistas. Es así que tanto el marco de
referencia, como las aspiraciones a la libertad (justamente es lo que parece
ver en Baryshnikov, aquello que hace mella en su psiquismo) están íntimamente
relacionadas con el comercio, con la apertura al mundo mercantil (y sin
saberlo, también es el punto donde Boris hace contacto y recrea la vida de su
verdadero padre). Una vez que uno asume esta premisa, comienza a ver cómo en
todos los aspectos, el tema del comercio termina siendo lo que atraviesa
longitudinalmente todas las acciones y vínculos sociales de Boris. Ejemplos de
esto se pueden ver en la frase “un verdadero hombre trae carne a la casa”
–carne que logra traer a cambio de cigarrillos Marlboro-, o la conquista
fallida a su compañera de clase por medio de jeans Levis.
Sin embargo, el punto central donde se nota el
papel del capitalismo como terreno de la libertad, se da justamente en la
resolución del argumento, la manera en que Boris logra estampar su nombre en el
teatro Bolshoi. El mensaje del film, la forma de resolver el presente de esa
persona ya consagrada en el arte de la danza que nos habla en voiceover (imposible de enlazar con el
torpe bailarín que es Boris), justamente señala la liberación del mercado como
escenario de cumplimiento de los deseos. La escena de baile final –con obvias
referencias a Flashdance- no es el
retrato de un logro personal, sino un Caballo de Troya capitalista, metido en
el corazón de la refulgente Perestroika.
Publicado en la diaria el 14/9/12
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