Pedalear
Cyril (Thomas Doret) es un chico de once años, que
fue recientemente dejado a cuidado de los servicios sociales por un padre que
prácticamente se esfumó en el aire. Fiel a los comienzos de las obras de los
hermanos Dardenne, de primera nos encontramos imbuidos en la trama, sin sernos
brindadas demasiadas explicaciones, con Cyril negándose testarudamente a
aceptar la realidad de que poco es el interés que tiene su padre con respecto a
volverlo a ver. No sólo lo abandonó, sino que vendió su bicicleta y, en cierto
punto, recobrarla es como volver a recuperar a ese padre negligente.
Aunque posiblemente sea mucho más que eso. Desde Ladrones de bicicletas (Vittorio De
Sica, 1948), tal objeto no ocupaba un papel tan central en la trama existencial
de un protagonista. Si en la película de Vittorio de Sica la bicicleta
significaba para Antonio una promesa, la posibilidad de comenzar de nueva vida
en el mundo devastado de la posguerra, en el film de los Dardenne esta
bicicleta conjuga el pasado, presente y futuro de Cyril. Las dos ruedas son sus
piernas, su medio de escape y también su anclaje, ese punto que permite que su
historia de vida no se disuelva en la nada.
Pero Cyril no está solo. Pronto conocerá, por puro
azar, a Samantha, una peluquera que no tardará en convertirse en su tutora. En
esta cuestión, el film parece retomar una de las principales preocupaciones de
los hermanos Dardenne, en ese mundo tan áspero como humano en donde siempre
parece preguntarse “¿Qué es un padre?”, “¿Qué es un hijo?”, “¿Qué es una
familia?”. En El hijo veíamos cómo un
carpintero se convertía en el tutor del joven que asesinó a su hijo, a la vez
que en El niño se repetía la historia
de padres abandónicos (en esa situación, era la historia de un padre que vendía
a su hijo en el mercado negro, algo que parece retomarse en esta película, bajo
el manto simbólico de la venta de la bicicleta).
Sin embargo, si algo caracteriza el cine de los
dos belgas es que, donde en otros autores dichas preguntas intentarían ser
respondidas con grandes imágenes-metáfora, intentos descarnados de
conmiseración con el destino trágico de los protagonistas, o cierta
construcción de realismo psicológico, ellos lo dejan todo a la puesta en
escena, carente de pasado y motivos específicos, donde por momentos, el cuerpo
parece entrar en juego más que la voz. Este es un punto poco tocado en el cine
de los Dardenne, que sin embargo estalla a la vista en gran parte de sus obras.
Cyril pedalea, golpea, muerde, grita, se esconde, se cae, pero sobre todo
corre, y en ese correr está prefigurada una vida en la que avanza con las
ojeras de caballo, dándose tumbos contra un montón de cosas, pero sin otra
opción que ir para adelante (algo que tenía el papel protagónico femenino de
Rosetta, con la chica tratándose de abrirse camino en el despiadado mundo
laboral). Citar a Los cuatrocientos
golpes en films sobre la educación sentimental de niños intentando
encontrar una razón para vivir en los márgenes de la sociedad se ha convertido
en un cliché, pero en esta cuestión del correr, la velocidad y la angustia se
ve perfectamente plasmada en ese travelling en el que capta a Cyril huyendo en
su bici luego de cometer un crimen.
En ese huir, en ese mero pedalear desenfrenado, se
puede leer mucho más que lo que se lograría en un drama plagado de flashbacks y
construcciones familiaristas. Cyril avanza porque no le queda otra, se aferra a
una desconocida (la frase “podés agarrarme, pero no muy fuerte” es muy
ilustradora de este vínculo), encuentra otro referente en un dealer del pueblo,
pero lo que parecería estar buscando es justamente algo que detenga (la
estabilidad familiar, una nueva identidad delictiva, o la misma policía), o que
al menos, pueda mapear, dar dirección, a esa fuga hacia adelante.
Un recurso periodístico para comenzar o terminar
una nota sobre un film como éste podría ser recurrir a un copete de manual como
“Los Dardenne lo logran de nuevo”, pero cuando uno ve El chico de la bicicleta, se da cuenta de que no hay ningún “de
nuevo”, estos hermanos siempre estuvieron ahí, esperándonos, existiendo en sus
películas como una ciudad a la que cada tanto tenemos la suerte de volver a
visitar.
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