No
es una forma de decir adiós
Son inestimables los efectos que Amélie tuvo en la psiquis femenina -y
masculina- desde su estreno en 2001. Pelo corte carré, cerquillo desprolijo, vestiditos
rojos, leggings verde inglés, el embeleso ante todo lo bello del mundo
salpicado en pequeños detalles (la alegría de recoger piedritas y hacer sapito
en un estanque, el placer de meter la mano en una bolsa de lentejas), cierto
gusto por los adorables comics de
Liniers, cierto coqueteo inevitable con el infumable mundo de los clowns, las
fanáticas de Amelié se convirtieron
en una especie de versiones modelo siglo XXI de la Maga cortazariana, (una maga
extirpada de todo lo malo, de la violación en el conventillo
del Cerro, del bebé Rocamadour muerto ante los ojos de los integrantes del Club
de la Serpiente).
Por supuesto, todo esto es una simplificación canalla,
pero aquel personaje interpretado por Audrey Tautou delineó uno de los
arquetipos cinematográficos femeninos más influyentes de la última década (de
hecho, en la industria estadounidense casi que forjó una categoría en sí misma
llamada la “Manic Pixie Girl”, término que refiere, siendo concisos, a esos
personajes femeninos un tanto chiflados, siempre super espontáneos y adorables full time, que asisten al protagonista
masculino en el reencuentro con su felicidad –ver: Zooey Deschanel). Es por esa
misma razón que cuando nos enteramos de una nueva película de Audrey Tautou,
sabemos que nos vamos a encontrar con: a) Adurey Tautou vistiendo ropa lindísima;
b) Audrey Tautou caminando por las calles de París; c) Audrey Tautou
sorprendiéndose, asustándose, o enojándose, pero siempre como si entre ella y
las cosas que le pasan hubiera un gruesísimo vidrio espejado. No es algo
necesariamente malo. De hecho, aquello mismo podría ser considerado el gran
acierto de carrera de la actriz francesa: el haber logrado adaptar un estilo
propio del cine mudo a las exigencias del cine actual y hacer de su cuerpo
flaco, casi esquelético, un estándar estético en sí mismo.
La
delicadeza esperablemente apunta a lugares y recursos
similares, sólo que sumerge a Audrey Tatou (en la película, Nathalie Kerr), de
una forma curiosamente veloz e inesperada, al empedrado proceso de tener que
olvidar a un ser querido y lograr volver a amar. Casi en los primeros veinte
minutos, a fuerza de veloces elipsis, vemos a Nathalie enamorarse, casarse,
conseguir trabajo, enviudar y empezar a trabajar su duelo, teniendo que
rechazar casi sistemáticamente a su tesonero jefe del trabajo (una feminista
plantearía, con toda razón, la trivialización que hace el film del acoso
laboral que sufre la protagonista –y que muchísimas mujeres tienen que
enfrentar día a día-, pero este punto pertenece a una nota que no es esta). Es
en este proceso que Nathalie conoce a Markus (François Lundl), un compañero de
trabajo escandinavo no caracterizado por su belleza, su gracia, ni sus
habilidades sociales. Los dos actores, muy prestados a lo corporal, se
complementan en los tonos rojizos, onduleantes y delicados de los vestidos de
Tautou y el caqui o los pasteles de esa ropa que casi siempre parece quedarle
grande o bolsuda a Lundl. Más allá de estos hándicaps iniciales, pronto el
gigantesco sueco demuestra no sólo tener un gran corazón, sino ser una persona
atenta, tierna y divertida, demostrando que el amor siempre puede más
(extrañamente, conforme el film avanza, vamos dejándolo de encontrar feo, como
si nuestros ojos comenzaran a confundirse con los de Nathalie)
Más allá de la descripción harta conocida de la trama,
contra todos los pronósticos François Lundl demuestra ser un gran acierto,
guardando en sus torpes acercamientos hacia Nathalie (por así decirlo, el
segundo tercio del film) la parte más auténticamente divertida de un film que,
haciéndole honor al estilo que ha marcado las comedias francesas de la última
década, siempre se refugia de cualquier sensación muy fuerte, muy dramática o
muy espontánea. Casi como si la “delicadeza” del título fuera el norte que
guiara la película, las risas no pueden ser demasiado descollantes, el dolor no
puede ser demasiado trágico y el amor no puede ser demasiado sexual (ni
demasiado cursi). Las parejas se mueren, pero “hey, así es la vida” y el amor
puede encontrarte a la vuelta de la esquina.
Curiosamente, en esta practicidad se oculta tanto el
punto flaco, como lo más interesante de la película. En el último tercio, donde
una vez superadas la renuencia melancólica de Nathalie y las torpezas de Markus
todo apunta a la consolidación final de la pareja, el film baja de intensidad, perdiendo
un poco el centro y dando rienda suelta a algunos clichés estéticos (las
múltiples Nathalies correteando en un antiguo jardín). Aún así, en este último
tramo en apariencia completamente prescindible, el film llega a una inesperada
y dolorosa verdad, que es el hecho de que las personas que uno ama son
continentes oscuros, custodiados por fantasmas que nunca lograremos conocer. En
otras palabras, que –citando a Leonard Cohen en la canción “Hey that’s not a
way to say goodbye”- nadie es nuevo, que todos hallamos un terreno y
construimos una guarida en el dolor inaprensible y lejano de nuestras parejas,
donde pasaron muchos otros antes que nosotros llegáramos.
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