El
ojo del cocodrilo
Tabú es una palabra de origen polinesio, cuya
etimología proviene de la conjunción de “ta” (tocar) y “pu” (no). En su
concepción original, el término demarcaba un terreno de lo prohibido,
generalmente remitiéndose no sólo a prácticas (el antecesor más directo a las
normas sociales), sino también a ciertos objetos, lugares y palabras. De esta
forma, la función del tabú era doble: de la misma manera que define lo
prohibido, también erigía un terreno de lo sagrado (dos continentes separados
por un océano de aguas oscuras).
En esa misma noción la imaginería de Manuel Gomes no
puede ser más perspicaz: ¿qué otro animal que el cocodrilo, con su hocico apenas
sobresaliendo de la superficie del agua, puede ilustrar mejor la naturaleza del
tabú, aquello que en su misma prohibición abre nuestro deseo, aguardando al
momento en que nos acerquemos demasiado a la orilla y nos arrastre a las
profundidades como a un impávido antílope? Y al mismo tiempo, ¿qué otro animal
que el cocodrilo, con su piel dura y su paciencia mineral, con sus ojos que
parecen querer devorarlo todo, para corporizar aquello que nunca muere, que se
eternifica sin envejecer ni rendirse? Precisamente, si hay algo que caracteriza
a los tabús –los verdaderos, los más duros- eso es su práctica inmutabilidad,
su persistencia sauria, su repliegue dentro de toda práctica social, desde las
más antiguas a las más actuales.
De este tabú habla la última película de Manuel
Gomes, que no casualmente comparte título con la famosa obra casi póstuma de Robert
J. Flaherty y Friedrich Murnau (el maestro del cine expresionista alemán
moriría en un bochornoso accidente automovilístico rumbo a la premiere de aquel
film). Partiendo de un corto y hermoso prólogo en el que se cuenta la historia
de un hombre que tras ver el fantasma de su esposa recientemente fallecida se
entrega a las fauces de un cocodrilo (en el que termina convirtiéndose, para
acompañar al espíritu de su amada por el resto de los tiempos) Tabú se divide en dos partes que invierten
el orden original de la obra del director alemán. “El paraíso perdido” ocurre
en Lisboa, en tiempos actuales, donde Pilar (Teresa Madruga), una señora que intenta
palear sus soledad consustanciándose con causas humanitarias, intenta ayudar a
Aurora (Laura Soveral) una anciana coqueta pero algo desvariante que se dedica
a perder lo poco que le queda de plata en el casino. El errático y caprichoso
comportamiento de la señora es prolegómeno para su repentina muerte, en cuyo
lecho pide por la visita de un hombre que no logrará llegar a tiempo, pero que
una vez encontrado narra el pasado y su vínculo con la difunta, abriendo la
segunda parte del film.
Titulada “El paraíso”, esta segunda mitad pega un
volantazo estilístico, en el que, pese a mantener el blanco y negro de la
primera parte incorpora un lenguaje cinematográfico más propio del cine mudo
–permitiéndose el uso de efectos y sonido ambiente, pero enmudeciendo a los
parlamentos de los personajes-, diferente al estilo más realista y árido con el
que se filmaba el acontecer de Pilar.
La historia es conocida y ha sido escrita y
reescrita incontables veces: un prohibido romance entre la joven Aurora (Ana
Moreira) y Giovanni Ventura (Carloto Cotta), enmarcado en la salvaje belleza de
Africa. Un sinfín de novelas rosa han sido escritas con la misma fórmula y no
hay nada que, en términos estrictamente argumentales, nos hagan pensar que Tabú se aparte demasiado de estos
precedentes. Sin embargo, hay algo en la forma en que tiene Miguel Gomes de
contarlo, en la pasión puntillosa del voiceover
de Ventura, en los detalles aledaños a la trama, que vuelve a esta segunda
parte algo distinto. Justamente es en estas narraciones accesorias donde Tabú parece recrearse míticamente,
proponiendo causalidades históricas alternativas (el chispazo que dio comienzo
de la guerra colonialista contra el imperio portugués se debió a un asunto
amoroso encubierto), presentando a personajes excéntricos (el hijo loco
aficionado al boxeo francés, el padre alcohólico que juega a la ruleta rusa
todos los fines de año) y desplegando mitologías paralelas (la formación de una
banda musical creada por colonos, que más tarde sería objeto de culto por
coleccionistas y melómanos expertos –quizás en referencia indirecta a Les
surfs, mítica banda de Madagascar que suena en el soundtrack, con un cover en
español de “Be my baby”, de The Ronettes).
En este entusiasmo narrativo de quien cuenta una
historia porque puede contarla, Tabú
tiene mucho de Historias extraordinarias
(donde tampoco importaba que las historias de Mariano Llinás sonaran cursis o
ya conocidas), así como también de Guy Maddin (más que nada en la creación y
deconstrucción de mitologías a gusto del propio autor), siendo esto posiblemente
el corazón que bombea y justifica el desarrollo de la trama. Poco importa la
veracidad de los hechos, el desbalance entre la primera parte o la segunda, o
el hecho de que cueste asociar a la Aurora joven de la vieja; lo único que
importa son las historias y en este retorno a la textura de lo narrativo –aún
cuando lo narrativo se erige sin soporte de los personajes, volviéndose
historia en sí- se encuentra el mayor logro de Gomes. En un cine que parece
haber llegado a su punto de agotamiento, donde se vuelven a refritar viejas
películas e ideas como única alternativa, Gomes vuelve a las bases del cine
mudo (donde todo parecía crearse de la nada) pareciendo señalar de que siempre
hay nuevas historias, aún cuando son las mismas.
Finalmente, más allá de este placer de lo narrativo
encerrado en sí mismo, Tabú es una
película sobre el colonialismo, justamente en ese aspecto donde el colonialismo
parece ser fondo y no figura. La Aurora vieja dice que tiene las manos llenas
de sangre y teme por las brujerías de su cuidadora, de las que cree ser objeto.
Este miedo motivado por la culpa parece muy indirecta al asunto del tórrido
romance, pero uno pronto se da cuenta (al menos desde la óptica del film) de
que ella tiene tanta responsabilidad de los miles de muertos en la guerra como
Gavrilo Princip (quien mató al archiduque Francisco Fernando) de los millones
de caídos en la segunda guerra mundial. La misma culpa que siente
disipadamente Pilar, tratando de
palearla yendo a demostraciones públicas casi coreografeadas (uno de los
momentos auténticamente absurdos del film), que no es otra que la culpa de un
pecado original, que no se puede tapar por más tierra que se le arroje. Este
tabú, ese lugar al que no se debe ir, ese objeto que no se puede tocar, esa palabra
que no se puede siquiera mencionar, es la misma a la que prometen no remitirse en
su carta los dos amantes. Es el cocodrilo, un trozo de Africa que parece no
estar, pero sigue ahí, camuflado entre los troncos y los helechos, mirando con
su ojo insomne, paciente, como el fantasma del comienzo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario