jueves, 23 de mayo de 2013

Tabu (Manuel Gomes, 2013)




El ojo del cocodrilo

Tabú es una palabra de origen polinesio, cuya etimología proviene de la conjunción de “ta” (tocar) y “pu” (no). En su concepción original, el término demarcaba un terreno de lo prohibido, generalmente remitiéndose no sólo a prácticas (el antecesor más directo a las normas sociales), sino también a ciertos objetos, lugares y palabras. De esta forma, la función del tabú era doble: de la misma manera que define lo prohibido, también erigía un terreno de lo sagrado (dos continentes separados por un océano de aguas oscuras).

En esa misma noción la imaginería de Manuel Gomes no puede ser más perspicaz: ¿qué otro animal que el cocodrilo, con su hocico apenas sobresaliendo de la superficie del agua, puede ilustrar mejor la naturaleza del tabú, aquello que en su misma prohibición abre nuestro deseo, aguardando al momento en que nos acerquemos demasiado a la orilla y nos arrastre a las profundidades como a un impávido antílope? Y al mismo tiempo, ¿qué otro animal que el cocodrilo, con su piel dura y su paciencia mineral, con sus ojos que parecen querer devorarlo todo, para corporizar aquello que nunca muere, que se eternifica sin envejecer ni rendirse? Precisamente, si hay algo que caracteriza a los tabús –los verdaderos, los más duros- eso es su práctica inmutabilidad, su persistencia sauria, su repliegue dentro de toda práctica social, desde las más antiguas a las más actuales.

De este tabú habla la última película de Manuel Gomes, que no casualmente comparte título con la famosa obra casi póstuma de Robert J. Flaherty y Friedrich Murnau (el maestro del cine expresionista alemán moriría en un bochornoso accidente automovilístico rumbo a la premiere de aquel film). Partiendo de un corto y hermoso prólogo en el que se cuenta la historia de un hombre que tras ver el fantasma de su esposa recientemente fallecida se entrega a las fauces de un cocodrilo (en el que termina convirtiéndose, para acompañar al espíritu de su amada por el resto de los tiempos) Tabú se divide en dos partes que invierten el orden original de la obra del director alemán. “El paraíso perdido” ocurre en Lisboa, en tiempos actuales, donde Pilar (Teresa Madruga), una señora que intenta palear sus soledad consustanciándose con causas humanitarias, intenta ayudar a Aurora (Laura Soveral) una anciana coqueta pero algo desvariante que se dedica a perder lo poco que le queda de plata en el casino. El errático y caprichoso comportamiento de la señora es prolegómeno para su repentina muerte, en cuyo lecho pide por la visita de un hombre que no logrará llegar a tiempo, pero que una vez encontrado narra el pasado y su vínculo con la difunta, abriendo la segunda parte del film.

Titulada “El paraíso”, esta segunda mitad pega un volantazo estilístico, en el que, pese a mantener el blanco y negro de la primera parte incorpora un lenguaje cinematográfico más propio del cine mudo –permitiéndose el uso de efectos y sonido ambiente, pero enmudeciendo a los parlamentos de los personajes-, diferente al estilo más realista y árido con el que se filmaba el acontecer de Pilar.

La historia es conocida y ha sido escrita y reescrita incontables veces: un prohibido romance entre la joven Aurora (Ana Moreira) y Giovanni Ventura (Carloto Cotta), enmarcado en la salvaje belleza de Africa. Un sinfín de novelas rosa han sido escritas con la misma fórmula y no hay nada que, en términos estrictamente argumentales, nos hagan pensar que Tabú se aparte demasiado de estos precedentes. Sin embargo, hay algo en la forma en que tiene Miguel Gomes de contarlo, en la pasión puntillosa del voiceover de Ventura, en los detalles aledaños a la trama, que vuelve a esta segunda parte algo distinto. Justamente es en estas narraciones accesorias donde Tabú parece recrearse míticamente, proponiendo causalidades históricas alternativas (el chispazo que dio comienzo de la guerra colonialista contra el imperio portugués se debió a un asunto amoroso encubierto), presentando a personajes excéntricos (el hijo loco aficionado al boxeo francés, el padre alcohólico que juega a la ruleta rusa todos los fines de año) y desplegando mitologías paralelas (la formación de una banda musical creada por colonos, que más tarde sería objeto de culto por coleccionistas y melómanos expertos –quizás en referencia indirecta a Les surfs, mítica banda de Madagascar que suena en el soundtrack, con un cover en español de “Be my baby”, de The Ronettes).

En este entusiasmo narrativo de quien cuenta una historia porque puede contarla, Tabú tiene mucho de Historias extraordinarias (donde tampoco importaba que las historias de Mariano Llinás sonaran cursis o ya conocidas), así como también de Guy Maddin (más que nada en la creación y deconstrucción de mitologías a gusto del propio autor), siendo esto posiblemente el corazón que bombea y justifica el desarrollo de la trama. Poco importa la veracidad de los hechos, el desbalance entre la primera parte o la segunda, o el hecho de que cueste asociar a la Aurora joven de la vieja; lo único que importa son las historias y en este retorno a la textura de lo narrativo –aún cuando lo narrativo se erige sin soporte de los personajes, volviéndose historia en sí- se encuentra el mayor logro de Gomes. En un cine que parece haber llegado a su punto de agotamiento, donde se vuelven a refritar viejas películas e ideas como única alternativa, Gomes vuelve a las bases del cine mudo (donde todo parecía crearse de la nada) pareciendo señalar de que siempre hay nuevas historias, aún cuando son las mismas.

Finalmente, más allá de este placer de lo narrativo encerrado en sí mismo, Tabú es una película sobre el colonialismo, justamente en ese aspecto donde el colonialismo parece ser fondo y no figura. La Aurora vieja dice que tiene las manos llenas de sangre y teme por las brujerías de su cuidadora, de las que cree ser objeto. Este miedo motivado por la culpa parece muy indirecta al asunto del tórrido romance, pero uno pronto se da cuenta (al menos desde la óptica del film) de que ella tiene tanta responsabilidad de los miles de muertos en la guerra como Gavrilo Princip (quien mató al archiduque Francisco Fernando) de los millones de caídos en la segunda guerra mundial. La misma culpa que siente disipadamente  Pilar, tratando de palearla yendo a demostraciones públicas casi coreografeadas (uno de los momentos auténticamente absurdos del film), que no es otra que la culpa de un pecado original, que no se puede tapar por más tierra que se le arroje. Este tabú, ese lugar al que no se debe ir, ese objeto que no se puede tocar, esa palabra que no se puede siquiera mencionar, es la misma a la que prometen no remitirse en su carta los dos amantes. Es el cocodrilo, un trozo de Africa que parece no estar, pero sigue ahí, camuflado entre los troncos y los helechos, mirando con su ojo insomne, paciente, como el fantasma del comienzo.

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