jueves, 23 de mayo de 2013

Eternamente comprometidos (Nicholas Stoller, 2012)



El vals de la castración
Eternamente comprometidos parte del clásico escenario que suele utilizarse como momento catártico y de cierre en la mayoría de las comedias románticas: Tom Solomon (Jason Stegel) le propone matrimonio a su novia Violet (Emily Blunt), con quien estuvo en pareja desde hace no más de un año. Más allá de la impulsividad de esta propuesta, los mismos percances en la preparación de la sorpresa (movidas por la torpe franqueza del protagonista –papel para el que la bonhomía e ingenuidad clásica de Jason Stegel calza como anillo al dedo) vaticinan lo que va a ser un camino mucho más sinuoso del aparente.

Tom es un chef en ascenso a cargo de la cocina de un respetado restaurante en San Francisco, al tiempo que Violet es una chica británica, estudiante de psicología, que espera nerviosa la admisión en alguna de las más importantes universidades de Estados Unidos. A la ya excéntrica profusión de familiares tanto de parte del novio como de la novia (cristalizando estas diferencias en los sucesivos velorios y los famosos discursos a los novios de las fiestas pre nupciales -donde vemos a los personajes secundarios desarrollarse por pequeños detalles, como el prontuario de novias asiáticas que exhibe el padre de Violet), se le suma un inesperado embarazo de parte de la hermana de la novia con el mejor amigo de Tom, que hace postergar el tan mentado casamiento. Cuando ese obstáculo temporal parece ya superado, le llega a Violet una carta de admisión para la Universidad de Michigan, sometiendo a la pareja –y más que nada a Tom- a la decisión entre quedarse en la cálida San Francisco o ir juntos a la fría ciudad universitaria de Ann Arbour.

A la mayoría de los espectadores uruguayos esta precisión geográfica posiblemente no les diga mucho, pero guarda varios chistes internos para quienes tienen conocimiento de la fama que rodea a ciertas universidades y sus campus. A diferencia de la ensoñada imagen que se suele dar en el cine a las universidades y sus alrededores, la mayoría de las ciudades universitarias suelen ser exageradamente suburbanas, chatas y por momentos un tanto deprimentes, quedando todo lo interesante por dentro de sus aulas. En ese sentido, diferente a las imágenes de postal con que se lleva a pantalla San Francisco al comienzo del film, el micromundo de Ann Arbour –una ciudad bien al norte de los Estados Unidos, comúnmente cubierta por nieve y con la decrépita Detroit como ciudad grande más cercana- con esa alternancia radical entre los exitosos universitarios y los slackers (vagos) dementes, es de los aciertos silenciosos del film, algo que no suele ser muy bien logrado en el cine de factura hollywoodense, a diferencia del independiente (ejemplos hay muchos, pero el primero que salta a la mente es la New Jersey de Kevin Smith, o la Austin Texas de Richard Linklater).

En ese particular entorno es que las diferencias entre el exitoso ascenso intelectual de Violet (con una creciente fascinación mutua entre ella y su profesor) y la progresiva decadencia de Tom (descendido al nivel de armador de sandwitches) comenzarán a mostrar sus hilachas, siendo en una primera mitad de esta meseta del film, un medido e inteligente concierto pasivo-agresivo (el costado más Nicholas Stoller del film), y en la segunda un descenso a la más honda decadencia del protagonista masculino, abundando en el humor guarango que más caracteriza las películas de Judd Appatow (aparece como coeditor del film).

Lejos de una comedia romántica lineal, Eternamente comprometidos eleva la pregunta que las películas de Appatow parecen hacerse casi desesperadamente: “¿Qué significa ser un hombre?”. En este sentido, el cine de Appatow puede considerarse el gran catalizador moral de los últimos diez años de Hollywood, presentando problemas realmente serios de los dramas de entrada en la adultez en un formato hilarante, casi siempre desprejuiciado (particularmente bien logrados en Ligeramente embarazada). Por cuenta de Stoller también, esta pregunta ha surgido alrededor de su filmografía de forma casi sintomática, con esos personajes masculinos que no saben cómo pararse frente a las ambiciones de sus mujeres (en Get him to The Greek, la novia del protagonista arma su vida laboral con particular desconsideración a sus sentimientos y proyectos conjuntos), o esos protagonistas que deben tomar una decisión drástica cuando se espera algo de ellos (puede ser tanto Dick y Jane –en la que trabajó como escritor- o en la misma Muppets).

Esta dinámica de “qué significa ser un hombre” se ve abordada por la progresiva, por llamársele de alguna manera “feminización” del personaje, cada vez más relegado a actividades hogareñas –encontrando su epítome absurda en el amigo de Tom que teje horribles sweaters de lana- culminando en un final en espejo de lo que fue el comienzo del film. Por supuesto, hablar de “feminización” refiriéndose a abocarse a actividades de la casa es parte del mismo sistema que confiere a la mujer un rol específico, pero al menos vemos este cambio de roles desde el paradigma cultural clásico hollywoodense.

La película, como en la mayoría de los films de Appatow, dura más de lo esperable, pero en este caso baja bastante de nivel en lo que sería el último acto del film, tanto en lo humorístico como en los problemas que plantea o intenta resolver. El final (con varios subplots que se resuelven demasiado a vuelo de pájaro) parecería solucionar un problema dialéctico entre los dos personajes, pero a pesar de los gestos grandilocuentes y el score cinematográfico, todo hace pensar aquello como un cambio gatopardense, en los que sigue siendo Tom quien se adapta a las necesidades de Violet. La pregunta de “qué significa ser un hombre” seguirá planteada, y es falla y mérito de este film no lograr responderla.

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