El
vals de la castración
Eternamente
comprometidos parte del clásico escenario que suele
utilizarse como momento catártico y de cierre en la mayoría de las comedias
románticas: Tom Solomon (Jason Stegel) le propone matrimonio a su novia Violet
(Emily Blunt), con quien estuvo en pareja desde hace no más de un año. Más allá
de la impulsividad de esta propuesta, los mismos percances en la preparación de
la sorpresa (movidas por la torpe franqueza del protagonista –papel para el que
la bonhomía e ingenuidad clásica de Jason Stegel calza como anillo al dedo)
vaticinan lo que va a ser un camino mucho más sinuoso del aparente.
Tom es un chef en ascenso a cargo de la cocina de un
respetado restaurante en San Francisco, al tiempo que Violet es una chica
británica, estudiante de psicología, que espera nerviosa la admisión en alguna
de las más importantes universidades de Estados Unidos. A la ya excéntrica
profusión de familiares tanto de parte del novio como de la novia
(cristalizando estas diferencias en los sucesivos velorios y los famosos
discursos a los novios de las fiestas pre nupciales -donde vemos a los
personajes secundarios desarrollarse por pequeños detalles, como el prontuario
de novias asiáticas que exhibe el padre de Violet), se le suma un inesperado
embarazo de parte de la hermana de la novia con el mejor amigo de Tom, que hace
postergar el tan mentado casamiento. Cuando ese obstáculo temporal parece ya
superado, le llega a Violet una carta de admisión para la Universidad de
Michigan, sometiendo a la pareja –y más que nada a Tom- a la decisión entre
quedarse en la cálida San Francisco o ir juntos a la fría ciudad universitaria
de Ann Arbour.
A la mayoría de los espectadores uruguayos esta
precisión geográfica posiblemente no les diga mucho, pero guarda varios chistes
internos para quienes tienen conocimiento de la fama que rodea a ciertas
universidades y sus campus. A diferencia de la ensoñada imagen que se suele dar
en el cine a las universidades y sus alrededores, la mayoría de las ciudades
universitarias suelen ser exageradamente suburbanas, chatas y por momentos un
tanto deprimentes, quedando todo lo interesante por dentro de sus aulas. En ese
sentido, diferente a las imágenes de postal con que se lleva a pantalla San
Francisco al comienzo del film, el micromundo de Ann Arbour –una ciudad bien al
norte de los Estados Unidos, comúnmente cubierta por nieve y con la decrépita
Detroit como ciudad grande más cercana- con esa alternancia radical entre los
exitosos universitarios y los slackers (vagos) dementes, es de los aciertos
silenciosos del film, algo que no suele ser muy bien logrado en el cine de factura
hollywoodense, a diferencia del independiente (ejemplos hay muchos, pero el
primero que salta a la mente es la New Jersey de Kevin Smith, o la Austin Texas
de Richard Linklater).
En ese particular entorno es que las diferencias
entre el exitoso ascenso intelectual de Violet (con una creciente fascinación
mutua entre ella y su profesor) y la progresiva decadencia de Tom (descendido
al nivel de armador de sandwitches) comenzarán a mostrar sus hilachas, siendo
en una primera mitad de esta meseta del film, un medido e inteligente concierto
pasivo-agresivo (el costado más Nicholas Stoller del film), y en la segunda un
descenso a la más honda decadencia del protagonista masculino, abundando en el
humor guarango que más caracteriza las películas de Judd Appatow (aparece como
coeditor del film).
Lejos de una comedia romántica lineal, Eternamente comprometidos eleva la
pregunta que las películas de Appatow parecen hacerse casi desesperadamente:
“¿Qué significa ser un hombre?”. En este sentido, el cine de Appatow puede
considerarse el gran catalizador moral de los últimos diez años de Hollywood,
presentando problemas realmente serios de los dramas de entrada en la adultez
en un formato hilarante, casi siempre desprejuiciado (particularmente bien
logrados en Ligeramente embarazada).
Por cuenta de Stoller también, esta pregunta ha surgido alrededor de su
filmografía de forma casi sintomática, con esos personajes masculinos que no
saben cómo pararse frente a las ambiciones de sus mujeres (en Get him to The Greek, la novia del
protagonista arma su vida laboral con particular desconsideración a sus sentimientos
y proyectos conjuntos), o esos protagonistas que deben tomar una decisión
drástica cuando se espera algo de ellos (puede ser tanto Dick y Jane –en la que trabajó como escritor- o en la misma Muppets).
Esta dinámica de “qué significa ser un hombre” se ve
abordada por la progresiva, por llamársele de alguna manera “feminización” del
personaje, cada vez más relegado a actividades hogareñas –encontrando su
epítome absurda en el amigo de Tom que teje horribles sweaters de lana-
culminando en un final en espejo de lo que fue el comienzo del film. Por
supuesto, hablar de “feminización” refiriéndose a abocarse a actividades de la
casa es parte del mismo sistema que confiere a la mujer un rol específico, pero
al menos vemos este cambio de roles desde el paradigma cultural clásico
hollywoodense.
La película, como en la mayoría de los films de
Appatow, dura más de lo esperable, pero en este caso baja bastante de nivel en
lo que sería el último acto del film, tanto en lo humorístico como en los
problemas que plantea o intenta resolver. El final (con varios subplots que se
resuelven demasiado a vuelo de pájaro) parecería solucionar un problema
dialéctico entre los dos personajes, pero a pesar de los gestos grandilocuentes
y el score cinematográfico, todo hace pensar aquello como un cambio
gatopardense, en los que sigue siendo Tom quien se adapta a las necesidades de
Violet. La pregunta de “qué significa ser un hombre” seguirá planteada, y es
falla y mérito de este film no lograr responderla.
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