El
proceso va por dentro
Hoy comienza en Sala Cinemateca un ciclo enteramente
dedicado a la obra de Michael Haneke, una experiencia y también una tarea
frente a la que el espectador interesado debería ser advertido de ciertas o contraindicaciones: un posible aumento en sus niveles de misantropía, cuando no depresión, auténtica
desesperación y desesperanza con relación a la raza humana. Aún esto dicho, Haneke es
un director que hace pensar tanto en las estructuras sociales sobre las
que versan sus films como en nosotros mismos en tanto espectadores, por lo
que la asistencia continuada a esta pila de películas que nos aguardan en sus
latas es casi un imperativo para todo aquel que se diga cinéfilo, o que al
menos pretenda tener una visión crítica del mundo.
Hijo de madre actriz y padre director (católica y
protestante, respectivamente –algo que no debería ser pasado por alto a la hora
de reseñar su obra), ya al tiempo de filmar su primer largometraje
cinematográfico Michael Haneke era un hombre de cultura, con un montón de
logros y títulos en su haber. Formado en filosofía, psicología y drama en la
Universidad de Viena, sus comienzos artísticos están vivamente imbricados con
su trabajo en la televisión alemana, donde no sólo llevó a escena conocidas
obras dramáticas, sino también algunos de sus primeros largometrajes de formato
televisivo (con Fräulein -1985- y Lemmings 1 y 2 –ambas lanzadas al aire
en 1979- como sus obras más insignes de este período).
La
trilogía de la glaciación emocional
Ya con un denso y gélido espíritu crítico, no sería
hasta la negativa de su canal de televisión de llevar a pantalla El séptimo
continente cuando Haneke decide aventurarse en el más libre –pero más inestable
e incierto- mundo cinematográfico. Las razones eran bastante claras: aún
teniendo la televisión europea estándares mucho más amplios que la
estadounidense en cuanto a lo que puede ser televisado, la historia de un
hombre acomodado que decide suicidarse junto a su mujer y su hija –agregándole el
plus morboso de ser un caso verídico reciente- era una papa caliente de la que nadie
quería hacerse cargo. Ya en esta primera película puede rastrearse no sólo la
génesis del descontento de Haneke hacia la televisión y los medios masivos de
comunicación (uno de los grandes leit
motifs de sus films, en donde casi invariablemente –sobre todo en los
primeros- se suele incorporar material televisivo, más que nada periodístico,
solapado con la historia), sino algunas de las temáticas centrales de su cine.
Con un estilo notoriamente bressoniano (sobre todo en la particular construcción
de personajes fríos y el montaje basado en primerísimos planos y planos detalle),
la película abre una serie de films que, junto a El video de Benny y 71
fragmentos de una cronología del azar, forman una trilogía comúnmente
llamada “La trilogía de la glaciación emocional”.
En muy pocos trabajos se ha desmontado con tal severidad
las pequeñas miserias de la pequeña burguesía europea (en este sentido, Haneke
tiene en minuciosidad y sistematicidad lo que Fassbinder tiene en furia), con
personajes que al no saber cómo expresarse terminan implotando, arrasando
consigo todo lo que los rodea. En esta línea 71 fragmentos… crea un friso en el cual, como aquellas piezas de
tangram con las que unos universitarios intentan formar una cruz, varios de los
personajes diseminados alrededor del film forman parte de una misma miseria, un
mundo desesperado, en progresivo estado de entropía, donde todo puede explotar
por el lado menos imaginado (en este sentido, es de particular interés cómo el
vaso comunicador del film es la ruta de un arma –que va pasando de una mano a
otra, a través de un clandestino sistema de intermediarios- que coincide con la
ruta de un inmigrante ilegal rumano, al que una familia pretende adoptar como
si fuese un bien suntuario, para taponear la miseria que cae sobre ellos).
La
maldad del video
El
video de Benny, por su parte, al tiempo que introduce
uno de los personajes arquetípicos de su filmografía, es el film con que lanza
más concretamente la discusión del cine, la televisión y el vhs como cómplices
o productores de violencia. En el film, Benny (Arno Firsch), un niño aburrido,
de clase acomodada, suele capturar todo en cámara, pero su particular obsesión
circula alrededor de un video familiar, en el que se registra el sacrificio de
un chancho por medio de una pistola a presión. En una escena escalofriante,
donde el acto violento se dispara inesperadamente (la escena violenta que
irrumpe en escena y que cambia todo el contenido anterior del film es uno de, por no
decir “el” recurso más insigne del cine de Haneke), casi fuera de cuadro,
Benny, tras invitar a una niña desconocida a su casa, procede de igual manera
que con el cerdo, teniendo que dispararle varias veces hasta matarla. Uno ve a
Benny, en cómo cuenta la historia, en su distancia radical frente al hecho y se
da cuenta de que lo hizo porque podía hacerlo, o más bien porque estaba harto
de ver las muertes en televisión, y no en carne propia (en este detalle, la
muerte suya o la muerte de la niña tenía el mismo valor, lo que quiere Benny es
llevar lo representado al campo concreto de los hechos).
En este sentido, en la manera en que el personaje se
desfonda en su más auténtico pasaje al acto (no sólo el caso de Benny, sino el
vidrio colocado sobre el bolsillo de la estudiante de La profesora de piano, la escena del suicidio en Caché, el disparo inicial en el que
muere el padre en El tiempo del lobo,
las represalias sádicas y enigmáticas de La
cinta blanca, o la dolorosa decisión de Jean Louis Tritignat en Amour), se vería una inversión a la
condición del acto y la responsabilidad en su versión más típicamente
existencialista. Tal cómo Mersault mata a un árabe en la famosa obra de Albert
Camus, estos pasajes al acto aparecen de una forma idénticamente intempestiva e
irracional, pero se manejan en campos prácticamente inversos, en lo que refiere
a libre albedrío, contingencia y determinismo. Por un momento parecería que los
personajes no estuvieran decidiendo, sino más bien actuando la voluntad de otro
mayor, algo que los manejara y del cual no pudieran escapar ¿Pero quién es ese
otro?
Rebobinando
Quizás la forma más útil para encontrar esta
respuesta se encuentre en nuestras sensaciones luego de ver las películas de
Haneke. En pocos autores se nota un efecto tan particular de la película
continuándose internamente en el espectador, una vez habiendo terminado el
film. Ante cualquier película de Haneke la sensación que queda es perturbadora,
triste, incómoda, como si quedara una rémora en nosotros que nos impidiera
salir del todo de aquel hechizo que cayó sobre nosotros. Quizás, para ser más
precisos, ese sedimento amargo que queda en nosotros no sea otra cosa que la
culpa ¿Pero culpa de qué?
La película que mejor podría explicar esta sensación
es Funny Games, posiblemente el film
más violento y polémico que haya hecho Haneke hasta la fecha. En dicha obra,
una familia de clase alta viaja a su pequeño retiro junto al lago para
encontrarse unos extraños intrusos que copan la casa, tomándolos de rehenes y
haciéndolos jugar una serie de juegos perversos en los que su vida pende de un
hilo. Uno de los villanos del film es Paul (Arno Frisch), quien diera cuerpo al
escalofriante Benny en el film anteriormente citado. Casi uno podría pensar que
el personaje es el mismo Benny, una evolución del mal personificado, que en la
anterior obra aparecía como un mal inocente, pero que en esta se convierte en
un mal activo, seductor y contestatario. Sin embargo, ciertas fisuras en la
cuarta pared (como un segundo en el que parece guiñarnos a la cámara) nos van
haciendo ver que Paul/Benny, no es sólo un personaje, sino algo más. Es en una
escena paradigmática, en la que la esposa logra aprovechar una distracción y
disparar a uno de los perpetradores, que descubrimos la mecánica interna de
aquel personaje. Ante la súbita resolución de la mujer el público festeja
(Haneke señala que en su proyección en Cannes todo el cine llegó a aplaudir,
literalmente, ante este giro), pero Paul agarra un control remoto y –literalmente-
rebobina la situación, anticipándose en este segunda versión al intento de la
madre por tomar resolución activa en el asunto. La sensación en el espectador
es de total indefensión –especular a la del padre que, desde el comienzo, con
su rodilla rota, sólo puede ser testigo de las vejaciones a la que es familia
es sujeto- viendo cómo la contingencia, o la casualidad no es un consuelo: lo
que está escrito sucedería, no hay forma de negociarlo, estamos solos, frente a
la omnipotencia de un director que decide a qué someternos, tal como los
villanos del film. En pocas palabras, Paul no es otra cosa que el cine en sí
mismo encarnado, un virus formado por la violencia a la que nos hemos
acostumbrado, incluso cobijado, pretendiendo que no tiene nada que ver con
nosotros.
Esta vuelta del espejo inmisericorde sobre nosotros
mismos es quizás el gran tour de force,
el gran salto ontológico de la obra henekiana. La tranquilidad del espectador
coincide con la tranquilidad de una nación, y en estos aspectos, La cinta blanca y Caché hablan de los nacionalismos europeos en la misma clave que
sobre la naturaleza espectatorial. Siempre es bueno ver a un director
haciéndole recordar a la Francia progre y cool de aquel pasado colonialista
negado, tapado sobre la igualdad, libertad y fraternidad de los que se sienten
garantes históricos (recordar que ellos mismos, en el caso latinoamericano,
fueron ellos y no los más asimilables norteamericanos, los que enseñaron a las
fuerzas represoras argentinas los métodos de tortura para desactivar las
células montoneras). El gran acierto de Haneke es que no resuelve estos asuntos
discursiva, o políticamente, sino desde lo estrictamente cinematográfico: no es
necesario hablar sobre ello, sólo es suficiente jugar con el formato, la
crudeza de un plano fijo, el poder de un rewind, la tensión que genera lo que
no podemos captar dentro del cuadro y nuestros anhelos de rellenarlo con lo más
oscuro de nuestros deseos.
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