El
farero
Es algo que ya se ha insistido en anteriores
reseñas, pero el centro gravitatorio de las películas de historia reciente es
un agujero. Específicamente, un agujero representacional sobre un suceso
traumático que, pese a todos los esfuerzos, es imposible simbolizar (incluso,
en ciertos casos podría decirse “tapar”, estando emparentados, como acto
sintomático de esta otra opción, los resultados políticos de los dos
plebiscitos vinculados a la ley de caducidad). Ante tal agujero, el modus
operandi típico de los documentales ha sido intentar rellenarlo con
significación, revelación de datos, mientras que en otros, como es el caso de
la reciente El cultivo de la flor
invisible, se trata justamente de bordearlo, alterar su relación
figura-fondo, hacerlo resonar.
Las películas de José Pedro Charlo (quien estuvo
encarcelado en el Penal de Libertad) parecerían representar una tercera vía: el
retrato de ciertos protagonistas que en la oscuridad del agujero pudieron
configurar y moldear un mundo, o un sistema (“un paracaídas al revés” habría
dicho alguna vez Darnauchans) que pudiera dar consistencia a esa total falta de
inscripción.
En este sentido, El círculo (co-dirigida con Aldo Garay) y El almanaque (película a estrenarse oficialmente este viernes)
guardan una peculiar relación entre sí, que es la de qué hacer con la memoria,
qué herramientas poner al servicio para preservarla, cómo sostenerla como
anclaje directo con la realidad. Los retratos de los dos ex tupamaros, en este
sentido, encuentran un puente en común en ciertos bordeamientos con la locura
(en el caso de Engler, el mismo proceso delirante desencadenado por los radicales
estados de confinamiento en que fue sumido, que eventualmente lo llevaron a
especializarse en enfermedades mentales como el mal de Alzheimer; en el de
Tiscornia, la elaboración de un tan curioso como obsesivo sistema de registro
de su acontecer cotidiano) que no sólo permitieron sostenerlos a ellos mismos,
sino también ejercer, en el limitado rango de posibilidades, un accionar político
en sí mismo: la memoria como forma de resistencia, parecería indicar
específicamente la vida del preso del Penal de Libertad. Son dos personajes
que, más allá de su eventual liberación, siguieron marcados de forma sublimada (no
por nada, Engler estudia justamente el Alzheimer), o efectiva a ese particular
preservar de la memoria.
Centrándonos específicamente en Jorge Tiscornia,
Charlo nos cuenta, con ciertos visos de autobiografía, la manera en que conoció
a tal particular personaje, que durante sus doce años de confinamiento en el
Penal de Libertad, logró armarse, a escondidas de los controles militares, un
tan minucioso como pulcro almanaque en donde registraba cada suceso que
acontecía allí. Es un gran acierto de Charlo poder elevar al almanaque como un
personaje en toda regla, armando en base a un dinámico y efectivo juego de
animaciones, una especie de diálogo entre el voiceover y lo que está escrito en él mismo.
Detrás de las entrevistas y el subtexto histórico,
El almanaque es, en cierta medida sublime,
una historia privada de ciertos objetos, tomando, no sólo en este caso al
curioso elemento de registro que utilizó Tiscornia, sino también los numerosos
zuecos con fondo falso que el preso elaboró para poder ir acumulando sus
anotaciones, las fotografías, o igualmente el mismo Penal de Libertad, visto a
lo lejos o en planos, que en su disposición de las celdas, por momentos guarda
una cierta similitud con la representación gráfica del mismo almanaque.
En los aspectos formales Charlo se muestra muy dúctil
y –algo que lo diferencia de la mayoría de los directores sobre documentales de
historia reciente- elegante, no sólo
en la fotografía y el montaje –cabe destacar el manejo del único material de
archivo sobre la liberación de los presos políticos, que en su granulado de vhs
tiene un armado casi eisesteiniano-, sino también en el uso de la banda sonora
y los movimientos de cámara (algo que ya se veía en El círculo, en esos curiosísimos aciertos en la forma en que
presentaba a distintos personajes por medio de retratos armados en base a
travellings y zoom ins).
Quizás, El
almanaque, en el afán de limitarse a un retrato de Tiscornia queda un poco
corto. Por momentos da la impresión de que se podría haber sacado un poco más
de jugo a lo que dicen algunos de sus entrevistados, o el mismo protagonista.
En todo caso, el film en a veces parecería quedarse más en el desciframiento de
aquellos tan particulares cifrados –“Kaput”, “Flauteo”, “Beso numerado”- que en
lo que sucedió allí mismo. Parecería que planeara por encima del almanaque,
pero no se pudiera adentrar cien por ciento en él.
Más allá de esto, en su totalidad el film sigue
siendo no sólo un importante documento, sino un buen ejercicio de estilo, con
una contenida, pero efectiva poesía elaborada en base a pocas imágenes. El faro
recurrente del film podría aludir, justamente, a este afán de Tiscornia, de día
a día marcar un acontecimiento, como esas pequeñas pulsaciones de luz que
permiten a los barcos guiarse en la oscuridad.
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