El
raíl
El señor Horten viene conduciendo trenes desde
hace cuarenta años y está próximo a jubilarse. Prácticamente toda su vida ha
transcurrido alternando entre los dos extremos de una misma recta: de Olso a
Bergen, ida y vuelta. El noruego Bent Hamer (por cuya labor en este film obtuvo
el galardón a mejor director en el Festival Internacional de Ghent) se encarga
de retratar, sin ahondar en repeticiones (un mal común de una nueva camada de
films que piensan que la única forma de representar lo monótono es evitar todo
tipo de elipsis y abundar en reiteraciones) una vida construida en base a
rituales prácticamente robóticos: los pájaros tapados antes de emprender
camino, los procedimientos típicos de una estación a otra, la estadía en la
casa de una señora que parece conocerlo más que nadie, pero que a la vez es incapaz
de poder desarrollar un verdadero nivel de intimidad.
Uno podría pensar que si nada externo interviniera
en la vida de Horten, la vida seguiría al mismo ritmo de un metrónomo, sin
sorpresas e impecable como la chaqueta de cuero ferroviaria que viste el
protagonista. Es justamente en este punto donde entra la ceremonia de
jubilación, que parecería marcar un punto de quiebre en esa identidad que el
señor Horten ha ido construyendo meticulosamente. La ceremonia parece salida de
una viñeta de La comedia de la vida
–del también nórdico Roy Andersson-, poblada por un extrañísimo elenco de
operarios de trenes que juegan a adivinar líneas y modelos de acuerdo a sonidos
grabados en un magnetófono. Los compañeros –por ponerle un nombre, uno
realmente duda de que Horten tenga una relación auténtica con alguien más allá
de su madre senil- deciden continuar los festejos en un apartamento, pero
Horten sale a buscar tabaco y cuando vuelve, al descubrir que no funciona el
portero eléctrico, decide ingresar al edificio por unos andamios de
remodelación de fachada, entrando por equivocación a la casa de un vecino de
quien organizaba los post-festejos. Esta entrada por un camino alternativo y
absurdo va a funcionar casi como si fuera un pasaje a un mundo paralelo en la
vida de Horten, quien reacciona ante un montón de absurdidades que se le
presentan a su alrededor no con sorpresa y espanto, sino con cierta naturalidad
y disposición (con lo que Hamer abrirá la caja de herramientas del humor
cáustico escandinavo).
En estos encuentros sucesivos con personajes extraños –del formato más
típico de Aki Kaurismaki- una de las imágenes y metáforas que más saldrán a
colación es la de las sendas. Optando por un camino alternativo, Horten parece
haber entrado a un portal, donde percibe que el raíl que conduce su vida sólo
lo puede llevar a una plácida muerte (es una película con una curiosa
omnipresencia de la muerte, en contraposición al tono plácido que aborda todo).
De ahí en más, la idea del camino (al igual que en Nord, película de Rune Denstad Langlo, compatriota de Hamer) se
repite como correlato de este estado existencial de Horten (fumando una pipa en
medio de una aeropista, intentando caminar por una resbaladiza calle, siendo
conducido por un extraño hombre que dice poder manejar con los ojos cerrados).
Justamente, la solución, la alternativa de atravesamiento de este universo de
significaciones cerrado es justamente meterse en otro carril, el de la rampa de
salto de ski, tentar a la muerte e identificarse con su madre para convertirse
en otra persona.
La película es impecable en lo que refiere a
fotografía (esos tonos pálidos tan típicos del cine noruego) y armado de esa
gran metáfora existencial en base a una modesta colección de imágenes. Quizás
la única objeción es que justamente en este sentido la película funciona
demasiado impecable. Tal como la vida de Horten, la película parece demasiado
cómoda en el carril del humor típico escandinavo. Quien se haya dedicado a ver
el cine de Aki Kaurismaki, Jörgen Bergmark, o Roy Andersson, podrá anticiparse
a situaciones o resolución de aspectos de la trama que, en apariencia, deberían
parecer imprevisibles, sorprendentes en cierto punto. Es decir, uno nota en ese
ejercicio de estilo tan específico, por momentos, más allá de la belleza de
escenarios y situaciones, le encuentra demasiado fácil los hilos a la
marioneta. En este sentido, la Odd
Noruega (“odd” tanto en referencia al nombre del protagonista, como a esa
palabra inglesa que significa “extraño”, o “raro”) parecería haber construido
un extraño artefacto, el de un mundo que parece ritualístico y previsible
justamente en la concatenación de intrusiones de lo surreal.
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