El sueño mexicano
La propuesta la ópera prima de Alvaro Curiel es
ingeniosa: Siverio Palacios (reconocido comediante mexicano que no se cambia el
nombre a la hora de protagonizar este film) es un sindicalista veracruzano,
parado ya desde tiempos inmemoriales, que, secundado por sus amigos, se le
ocurre lanzarse al Mar Caribe e intentar llegar a las costas de Miami,
haciéndose pasar un perseguido político del régimen castrista. La idea de su
amigo Alacrán, está sostenida en el hecho de que, a diferencia de los mexicanos
que intentan llegar a Arizona cruzando a pie la frontera (duramente custodiada
por “la migra” y sus perros), el gobierno norteamericano, fruto de una
contienda propagandística que se continúa desde los principios del régimen, tiende
a ser mucho más benevolente con los balseros cubanos. El único problema es que
la balsa no atraca en Estados Unidos, sino en Cuba, yendo Siverio directamente
a parar a un cuartel de policía. La condición buscavida del mexicano le da una
ocurrencia que le permite seguir a salvo: únicamente cambiando los sujetos del
discurso que venía preparando, afirma haberse armado una balsa para escaparse
de las “fauces del sistema capitalista mexicano”. Aprovechando la oportunidad,
el gobierno cubano aprovecha la joyita y utiliza a Silverio como ejemplo de la
supervivencia de las ideas comunistas.
En ese cambio de escenarios también se nota un
cambio de tónica y de estilo. La fotografía de Germán Lammers realza, tanto en
los tonos grises que rodean la realizad veracruzana, como en el colorido y ocre
escenario cubano, una estética ruinosa que, sin embargo, tiene un tratamiento
completamente diferente en uno y otro caso. Todo lo cubano resulta pintoresco
(por algunos momentos incluso logrando salir del escenario de postal en el que caen
la mayoría de las películas rodadas en La Habana), mientras que lo mexicano es
sencillamente pobre, y cuando es colordio, grotesco. Justamente en este último
término puede señalarse la principal característica del tratamiento humorístico
del film. En la primera parte, antes de emprender viaje, Alvaro Curiel parece
tomarse más licencias con el humor, siendo más juguetón con algunos recursos (como
la recreación de la Via Crucis, o las escenas del documental de ballenas
mientras Palacios tiene sexo con su gigantesca esposa), pero al mismo tiempo
mucho más evidente y exagerado (el mismo ejemplo de la escena de sexo puede
servir para ilustrar esto, en aquel utilizar una referencia demasiado en
bandeja, considerando el hecho de que pocos minutos atrás, sus amigos de huelga
se habían referido a su familia como un conjunto de cetáceos). Bastante
diferente es el estilo cuando pisa suelo cubano, donde los recursos cómicos
desplegados son mucho más morosos, al igual que la crítica solapada que se le
hace al régimen castrista.
En este sentido, el film está lejos de ser una
obra de propaganda anticastrista. Curiel se encarga, además de retratar, de
forma un poco discursiva de más, ciertas realidades del gobierno cubano (la
escena en que le pregunta a una persona a cuanto está la moneda y esta le
responde con dos criterios completamente diferentes entre lo oficial y lo
real), siempre dispensa un tratamiento muchísimo más digno en lo que refiere a
los personajes cubanos, completamente diferente a los mexicanos, a los que retrata
de una manera muchísimo más dura (casi equivaldría la comparación entre un
retrato naturalista y otro colorinche, filmado con gran angular). La película,
casi por el contrario, en todo momento parece no estar hablando tanto de cuba
como de la identidad cultural mexicana.
En determinado momento, un cubano le dice al
mexicano “ustedes confunden tener una cultura rica con ser cultos”. Aquí,
México, más que un país, es la misma lancha a la deriva que se arma Siverio, librada
a las corrientes o su mejor postor, donde la izquierda y la derecha sólo sirve
a la hora de ponerla en espejo con su vecino del norte (tanto los discursos
sindicalistas de Silverio –que sólo son correspondidos con limosnas por los
turistas “güeros”-, como las esperanzas capitalistas -puestas únicamente en
juego con cumplir el sueño americano- están articulados por la dependencia a
este país). El agujero cultural e identitario se maneja de una forma ocurrente
y certera cuando Silverio va a una sala de cine cubana a ver Que viva México, de la que espera que
sea una película común y actual de su país, para encontrarse con la famosa obra
de Sergei Eisestein (el título mismo del film de Curiel también podría guardar
relación con El acorazado Potemkin,
histórico film del mismo director). Esta noción, de un país sin timón y sin
identidad propia se dispara en la ingeniosa escena final, que señala aún más
este difuminado entre México y los Estados Unidos.
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