viernes, 27 de julio de 2012

Tilva Ros (Nicola Lezaic, 2010)




El inconsciente de Europa

Por más horrendo y vago que nos parezca, es innegable el hecho de que Jackass fue uno de los fenómenos televisivos de los últimos años, no tanto por el programa en sí, sino por la cantidad de sucedáneos que llegaron luego de que saliera al aire en MTV. A este formato las redes sociales calzaron como anillo al dedo y pronto la interminable cantidad de programas de televisión similares se complementó con videos de youtube, en donde jóvenes intentaban redoblar las apuestas de Johnny Knoxville y cia (no pocas veces con resultados trágicos).
Si a esta ecuación le agregamos el país de Serbia, el resultado promete ser explosivo. Uno tiende a pensar en Serbia –y sobre todo su cine- como un lugar en donde todo puede ser un poco peor, donde el gore puede ser un poco más sangriento, donde el porno puede ser un poco más sucio y donde el horror puede ser un poco más sórdido –y si no, a echarle un vistazo a la violentísima A Serbian film (Srdjan Spasojevic, 2010), o The life and death of a porn gang (Mladen Djordjevic, 2009). Sin embargo, Tilva Ros, si bien se encarga de retratar un grupo de jóvenes skaters que intentan pegarla con un programa similar al anteriormente citado, en ningún momento pierde el eje del aire plácido y asordinado que lo rodea (por el que fue acertadamente comparado al cine de nucas, espaldas y cámaras que siguen a personajes de Gus Van Sant, específicamente a Paranoid Park, donde también se concentraba en el universo de skaters). A pesar de las grandes proezas físicas, los personajes de Tilva Ros –nombre que le da al film un monte ahora devenido en gigantesco y yermo cráter, algo que parece una poderosa imagen pictóricas de la situación social de la ciudad periférica Serbia en donde fue rodado el film- pasan de moretón en moretón y de hospital en hospital, pero en ningún momento su marco vital parece alterarse, siquiera pegar un ligero salto.
El film, con la misma placidez que marca su banda sonora –una joyita indie con grandes descubrimientos como Privacy, IEATPANTS y Baggy Time, cerrando con esa pieza de orfebrería que es la canción “Comfy in nautica”, de Panda Bear- “sigue”, más que “registra” la vida de Toda y Stefan (Marko Todorovic, y Stefan Djordjevic, borrando el límite entre realidad y ficción), que se enfrentan a lo que posiblemente sea su último verano juntos. El retorno de su amiga Dunja (Dunja Kovacevic) parece alterar el frágil equilibrio que mantiene sobre la cuerda floja su amistad, abriéndose una pelea tamizada, disputada en pequeños gestos. Este posiblemente sea uno de los puntos más volátiles e innecesarios de una película, en donde el verdadero centro es puramente social, o al menos el eje donde parece resolverse mejor ciertos antagonismos entre los personajes (Stefan es hijo de un adinerado líder sindical y está próximo a irse a estudiar a Belgrado, mientras que  Toda es hijo de un obrero y prácticamente no tiene idea de qué hacer con su vida). Posiblemente el momento en donde se nota más claro esta línea de conflictos es cuando Toda decide destrozar el auto de su amigo, intentándole demostrar ciertas contradicciones inherentes de su porte y discurso
Así, la auto y heterodestrucción se articula en una película, no como un resultado indeseable o destino trágico de los personajes (algo más bien típico en las películas shockeantes de Larry Clark), sino como una forma de protolenguaje en común, una forma de acercarse, aproximándonos más al estilo posteriormente desarrollado por Harmony Korine, antiguo colaborador del director citado, quien suele tocar unas fibras de lo poético y la puesta en escena bastante distintas.
Pero Tilva Ros es también una película sobre el registro, y en este sentido lanza una pregunta sobre cierta línea temática que ha estado obsesionando a este país en los últimos años. Tal como en A serbian movie (enfocada en las obsesiones de un director que pretende ir más allá de lo permisible en el porno, para comercializarlo al resto de Europa), en Klip (2012), película dirigida por Maja Milos –obra ganadora de dos importantes premios de Rotterdam-, la joven protagonista tiene una relación hacia la autofilmación con celular similar a la de los chicos de Tilva Ros, cambiando la ecuación de porrazos por sexo. Desmontando este fantasma, uno podría arriesgar la hipótesis del cuerpo nacional de Serbia desde su entroncamiento con el resto de Europa, donde la producción de imágenes –especialmente a partir del crudo fotoperiodismo del genocidio de los noventa- no sólo fascina, sino que se estructura como el cuarto privado de un continente entero, ese sitio donde aquella fantasía bienpensante, republicana y progresista encuentra el síntoma que la permite seguir funcionando. Los serbios parecen entender que hay algo ahí que quiere ser visto, y su única forma de existir es cumplir ese mandato, ofrecer sus imágenes al resto del mundo en bandeja de plata. A fin de cuentas, uno ve esta serie de películas y no puede evitar recordar el dicho de Zizek de “los Balcanes son el inconsciente de Europa”.

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