lunes, 14 de enero de 2013

Fausto (Aleksandr Sokuov, 2011)



El alma pudriéndose

La historia de Fausto ha sido reproducida en un montón de ocasiones, la más de las veces recortando el centro de la obra en el contrato entre Fausto y Mefistófeles, escena que no sólo ha sido referenciada y parodiada un sinfín de veces (una brecha inmensa que va desde Fausto de Murnau a Al diablo con el diablo de Harold Ramis), sino que definió por completo nuestra forma de representarnos al diablo y sus procederes.

Es en este terreno mítico que se adentra Aleksandr Sokúrov, quien con este film cierra su famosa tetralogía del poder. Esta instancia mítica no es algo para pasar por alto, en tanto sus anteriores películas se ceñían a un curioso debate entre el halo mítico de los personajes a los que se decidía a retratar (Hitler en Moloch -1999-, Lenin en Taurus -2001- e Hirohito en El Sol -2005) y la  construcción humana de los mismos (algo por lo que le valieron múltiples ataques de la crítica, principalmente en la construcción humana de Hitler –algo similar a lo que había ocurrido con La caída- y la versión triste y levemente ridícula de Hirohito –algo que en cierto punto lo absolvía de un montón de responsabilidades que realmente le habían correspondido). La elección de Fausto, un personaje ficticio, parecería emprender el camino contrario, pero en cierto punto cierra uno de los temas principales que atañen a la relación de estas figuras históricas con respecto al poder: ¿El contrato fáustico que hizo Lenin con la Revolución Soviética no llevó a un posterior gobierno Stalinista que convertiría todos aquellos sueños en pesadillas? ¿Hirohito no fue –al menos desde el retrato de Sokúrov- un hombre que siempre se vio a sí mismo rodeado por un halo de poder, cuando en realidad era un hombre melancólico que prefería escribir haikus a estar envuelto en todos los asuntos militares y políticos? ¿Y Hitler no fue la encarnación misma de ese poder loco, diabólico, megalómano, que lo terminó llevando a no otro lugar que la muerte? Todos ellos firmaron el contrato con su sangre –y la sangre de muchos otros-, pero terminaron siendo presos del mismo.

Fausto es Sokúrov en ración doble, tiene todo lo que a unos le hace amarlo y a otros odiarlo.  Al tiempo que tiene esa marca de narración desgranada, que a algunos le parecerá fascinante, mientras a otros tediosa y pretenciosa, la fotografía magnánima a cargo de Bruno Delbonnel (que además de su poder en planos fijos y la creación de auténticos cuadros –el funeral en el bosque, la escena de las lavanderas- parece, para este film, haber aprendido del mejor, quien otro que Murnau, en el fino arte del movimiento de cámara) abunda en escenarios ensoñados, imágenes de una belleza inconmensurable manchada por salpicones de una fealdad hedionda, sin caer en el cliché preciosista de aviso de perfumes. Justamente en este punto se logra percibir la dicotomía básica en la que, no sólo la fotografía, sino todo el film se disputa: la belleza y la fealdad, lo santo y lo enfermo, el alma y el cuerpo.

En la escena inicial del film, con Fausto diseccionando a un cuerpo en un cuadro tenebrista que parece salido de Rembrandt, ya el tema de la referencia del alma y el cuerpo aparece claramente. Fausto busca el aposento anatómico del alma, buscándola en no otro lugar que en la maraña de vísceras de un muerto anónimo. El cuerpo parece, en todo momento, algo fétido, algo en completa suciedad, algo que parece estar pudriéndose lentamente. Es en ese ámbito que aparece Margarita, una encarnación angelical que contrasta con la versión inmunda y desgarbada de Mefistófeles (una especie de mezcla entre La comadreja de Valerie and her week of wonders y el pingüino burtonesco de Batman Vuelve). El tiempo mismo parece desdibujado en este sentido y si bien los entornos parecen salidos de la Edad Media, se asoma en cada rincón del film el afán cientificista del Renacimiento. Es en este sentido que Mefisto no puede ocupar un rol diferente al de un prestamista usurero, un personaje que parece mimetizarse como una rata, una plaga sin pene y con cola, que parece una mera masa de cuerpo que parece derretirse.

El debate entre cuerpo y alma, ciencia y fe se nota en un aspecto curioso que se percibe en la filmación y montaje de Fausto: parecería por momentos que los diálogos fuesen postsincronizados. Las intervenciones de los personajes parecen salidas del espacio del film, siempre se escuchan al mismo volumen, pese a la lejanía variante de los personajes, al tiempo que la notoria ausencia de primeros planos –incluso, casi siempre optando borrar a quien habla en los momentos de sus parlamentos- nos complica saber quién está hablando, qué es pensamiento, qué es voiceover, o que está efectivamente dicho. En cualquier otra película uno podría sin temblarle el pulso acusar aquello como un notorio error de audio y postproducción, pero viniendo de Sokúrov parecería atener a otra cosa. Este divorcio entre la imagen y el sonido, la voz y el rostro justamente está hablando del mismo asunto del difícil acercamiento de la humanidad a los tiempos en donde la ciencia y las plagas obligaron a repensar la relación entre el alma y el cuerpo.

Fausto termina a la inversa de cómo empezó. Si al comienzo se partía de un plano cenital, de la tierra vista desde lejos para irse acercando hasta terminar en las vísceras de un desconocido, la vuelta parece partir desde el mismo Fausto, caminando en una nada que al alejarse de él parece cada vez más inmensa. Es un ida y vuelta que cierra muy bien una de las tetralogías más ambiciosas de los últimos años.

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