El
alma pudriéndose
La historia de Fausto ha sido reproducida en un
montón de ocasiones, la más de las veces recortando el centro de la obra en el
contrato entre Fausto y Mefistófeles, escena que no sólo ha sido referenciada y
parodiada un sinfín de veces (una brecha inmensa que va desde Fausto de Murnau a Al diablo con el diablo de Harold Ramis), sino que definió por
completo nuestra forma de representarnos al diablo y sus procederes.
Es en este terreno mítico que se adentra Aleksandr
Sokúrov, quien con este film cierra su famosa tetralogía del poder. Esta
instancia mítica no es algo para pasar por alto, en tanto sus anteriores
películas se ceñían a un curioso debate entre el halo mítico de los personajes
a los que se decidía a retratar (Hitler en Moloch
-1999-, Lenin en Taurus -2001- e Hirohito
en El Sol -2005) y la construcción humana de los mismos (algo por
lo que le valieron múltiples ataques de la crítica, principalmente en la
construcción humana de Hitler –algo similar a lo que había ocurrido con La caída- y la versión triste y
levemente ridícula de Hirohito –algo que en cierto punto lo absolvía de un
montón de responsabilidades que realmente le habían correspondido). La elección
de Fausto, un personaje ficticio, parecería emprender el camino contrario, pero
en cierto punto cierra uno de los temas principales que atañen a la relación de
estas figuras históricas con respecto al poder: ¿El contrato fáustico que hizo
Lenin con la Revolución Soviética no llevó a un posterior gobierno Stalinista
que convertiría todos aquellos sueños en pesadillas? ¿Hirohito no fue –al menos
desde el retrato de Sokúrov- un hombre que siempre se vio a sí mismo rodeado
por un halo de poder, cuando en realidad era un hombre melancólico que prefería
escribir haikus a estar envuelto en
todos los asuntos militares y políticos? ¿Y Hitler no fue la encarnación misma
de ese poder loco, diabólico, megalómano, que lo terminó llevando a no otro
lugar que la muerte? Todos ellos firmaron el contrato con su sangre –y la
sangre de muchos otros-, pero terminaron siendo presos del mismo.
Fausto es Sokúrov en ración doble, tiene todo lo que
a unos le hace amarlo y a otros odiarlo.
Al tiempo que tiene esa marca de narración desgranada, que a algunos le
parecerá fascinante, mientras a otros tediosa y pretenciosa, la fotografía
magnánima a cargo de Bruno Delbonnel (que además de su poder en planos fijos y
la creación de auténticos cuadros –el funeral en el bosque, la escena de las
lavanderas- parece, para este film, haber aprendido del mejor, quien otro que
Murnau, en el fino arte del movimiento de cámara) abunda en escenarios
ensoñados, imágenes de una belleza inconmensurable manchada por salpicones de
una fealdad hedionda, sin caer en el cliché preciosista de aviso de perfumes.
Justamente en este punto se logra percibir la dicotomía básica en la que, no
sólo la fotografía, sino todo el film se disputa: la belleza y la fealdad, lo
santo y lo enfermo, el alma y el cuerpo.
En la escena inicial del film, con Fausto
diseccionando a un cuerpo en un cuadro tenebrista que parece salido de
Rembrandt, ya el tema de la referencia del alma y el cuerpo aparece claramente.
Fausto busca el aposento anatómico del alma, buscándola en no otro lugar que en
la maraña de vísceras de un muerto anónimo. El cuerpo parece, en todo momento,
algo fétido, algo en completa suciedad, algo que parece estar pudriéndose
lentamente. Es en ese ámbito que aparece Margarita, una encarnación angelical
que contrasta con la versión inmunda y desgarbada de Mefistófeles (una especie
de mezcla entre La comadreja de Valerie
and her week of wonders y el pingüino burtonesco de Batman Vuelve). El tiempo mismo parece desdibujado en este sentido
y si bien los entornos parecen salidos de la Edad Media, se asoma en cada
rincón del film el afán cientificista del Renacimiento. Es en este sentido que
Mefisto no puede ocupar un rol diferente al de un prestamista usurero, un
personaje que parece mimetizarse como una rata, una plaga sin pene y con cola,
que parece una mera masa de cuerpo que parece derretirse.
El debate entre cuerpo y alma, ciencia y fe se nota
en un aspecto curioso que se percibe en la filmación y montaje de Fausto:
parecería por momentos que los diálogos fuesen postsincronizados. Las
intervenciones de los personajes parecen salidas del espacio del film, siempre
se escuchan al mismo volumen, pese a la lejanía variante de los personajes, al
tiempo que la notoria ausencia de primeros planos –incluso, casi siempre
optando borrar a quien habla en los momentos de sus parlamentos- nos complica
saber quién está hablando, qué es pensamiento, qué es voiceover, o que está efectivamente dicho. En cualquier otra
película uno podría sin temblarle el pulso acusar aquello como un notorio error
de audio y postproducción, pero viniendo de Sokúrov parecería atener a otra
cosa. Este divorcio entre la imagen y el sonido, la voz y el rostro justamente
está hablando del mismo asunto del difícil acercamiento de la humanidad a los
tiempos en donde la ciencia y las plagas obligaron a repensar la relación entre
el alma y el cuerpo.
Fausto termina a la inversa de cómo empezó. Si al
comienzo se partía de un plano cenital, de la tierra vista desde lejos para
irse acercando hasta terminar en las vísceras de un desconocido, la vuelta
parece partir desde el mismo Fausto, caminando en una nada que al alejarse de
él parece cada vez más inmensa. Es un ida y vuelta que cierra muy bien una de
las tetralogías más ambiciosas de los últimos años.
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