El vuelo de la paloma
Juan Ignacio Fernández Hoppe remó mucho para llegar
a esta premiere. Las flores de mi familia atravesó un largo proceso, mediado por
fondos obtenidos en el FONA y el Work in Progress 2010, participado además en
varios festivales internacionales, entre los que se encuentra el DokLeipzig y
el Fidocs, de Chile, en el cual el film se llevó el premio a Mejor película
latinoamericana. El estreno en salas montevideanas (desde el pasado 9 de
noviembre) es, en cierto punto, la coronación de dicho proceso.
Las
flores de mi familia entró en una curiosa sintonía con dos
films uruguayos que se estrenaron en el mismo año. En primera instancia, con La demora (con quien compartió grilla en
el último Festival Internacional de Cine de Punta del Este) guarda una evidente
coincidencia temática (qué hacer con nuestros parientes cuando ya están muy
viejos para valerse por sí mismos), pero más allá de este punto, ciertos
recursos de la fotografía (el impecable cuadro fijo, la filmación en interiores
recortando pequeños detalles de lo que sucede en el centro dramático) las
emparentan tanto temática como estilísticamente. En La demora, tal uso de cuadros fijos (recordar aquella espalda
lavada por María –Roxana Blanco- al comienzo del film) sirve para señalar una sensación
de asfixia vital, en donde el apartamento se convierte en una extraña ratonera
atravesada por una luz grisácea en el que la protagonista –asediada no sólo por
su padre, sino también por sus hiperactivos hijos- es incapaz de encontrar un
lugar propio. Las flores de mi familia
va por otro lado. La morosa filmación de determinados sitios del apartamento
(el living invadido por un halo de luz similar al de los cuadros de John
Register, el imperturbable balconcito, la mesa ocupada por madre e hija, con
una cabecera vacía –ese tercer lugar, ese hueco que parece ser el centro
invisible del film), más que insuflar una sensación de hastío, marca un
escenario vital cerrado, la concreta idea de que Nivia (la abuela) sólo puede
existir dentro de esas cuatro paredes, como si el apartamento fuera, en
definitiva, una extensión fantasmal de ella.
Sin embargo, lejos del pequeño –e impecable- cuento
moral que conforma la película La demora,
Las flores de mi familia se maneja en un terreno irresuelto, donde el
nudo dramático nunca parece cerrarse del todo, obligándonos a resolverlo por
nosotros mismos.
La otra película con que guarda ciertos lazos en
común es El casamiento, de Aldo
Garay, donde no sólo en lo temático la muerte es un pájaro que planea
plácidamente alrededor de los protagonistas (metafóricamente hablando, en la de
Garay sería un cuervo, en la de Hoppe una paloma), sino que también hay un
estilo concreto de filmación que las aúna. El estilo documental de los dos
films se deja permear por la ficción, no en el sentido de incluir elementos
ficticios, sino en la forma de retratar a sus personajes. Quizás la principal
diferencia estribe en que mientras en el estilo de Garay se nota su mano como
un activo artesano y director de actores, mientras que en el de Fernández Hoppe
justamente su marca es la de un hábil montajista, que deja la cámara rodando y
vuelve al rato, como un cazador, para ver que encontró en la jaula.
En esta particular posición subjetiva se encuentra
quizás el principal valor del film. Pese a casi nunca aparecer, ese afán de
invisibilidad del director hace aguas, pero es justamente en esa falla que la
película se vuelve un trabajo diferente. Desde el éxito independiente de Tarnation (Jonathan Caouette, 2003) la
inclusión del director en el retrato familiar ha sido una de las prácticas más
comúnmente adoptadas. Fernández Hoppe intenta salir de esta órbita, como si
intentara ver todo a través de un vidrio espejado, pero en cada una de las
fisuras que sufre el vidrio podemos ir viéndolo fantasmalmente, ubicando
lugares que él mismo no se imaginaba ocupar.
Ver Las flores
de mi familia es ver a un fantasma pisándose la sábana. Es un acto de amor
no planeado, como una flor creciendo en una fisura del hormigón.
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