lunes, 14 de enero de 2013

Snowmans Land (Thomasz Thomson, 2011)



Fiebre de las cabañas

Walter (Jürgen Rißmann) es un asesino a sueldo en sus últimas, que tras un “trabajo” mal resuelto termina siendo enviado a un hotel desierto de los lejanos Montes Cárpatos, donde su labor promete ser no muy diferente a la de un sereno. Sin embargo, casi en un guiño a El resplandor, el lugar resulta ser un gigantesco complejo en el medio de la nada, en donde la función de los fantasmas (o creaciones imaginarias, tal como quedaba en vilo la versión de Kubrick sobre la famosa novela de Stephen King) viene a ser ocupada por unos oscuros montañeses que merodean la zona, de cuya presencia no se obtiene más que mínimas señales.

En la primera media hora del film la historia sigue un camino pautado, acompañándonos en la monotonía de la estancia de Walter y su irresponsable compañero Micky (en este sentido, la dupla de veterano amargo al borde de la renuncia y joven explosivo e irreverente guarda ciertas similitudes con la de Colin Farrell y Brendan Gleeson en Perdidos en Brujas- Martin McDonagh, 2008), que pasan el tiempo viendo videos de National Geographic y revisando recovecos del hogar de su oscuro jefe Berger (Reiner Schöne), cuya únicas referencias de su existencia son sus posesiones, entre las que se encuentra su esposa Sybille (Eva-Katrin Hermann).

Sybille encarna el arquetipo de mujer fatal en las últimas (casi como si fuera una versión más cascoteada de Uma Thurman en Tiempos violentos), una áspera y comburente mujer que fabrica drogas de diseño y frecuenta orgías cuando su esposo se ausenta para cazar o hacer negocios. Fiel al aura trágica que se posa sobre toda femme fatale, tras una inesperada carambola del destino (e irresponsabilidades varias) Sybille termina muriéndose accidentalmente, hecho que catapulta –previsiblemente- a Snowman’s land  a un giro de mitad de rodaje, en el que a partir de la llegada del dueño de la casa (un mafioso de tan finos modales como sangre fría), todo se vuelve una ruleta rusa de secretos y silencios.
El humor seco y violento de la película recuerda a los primeros trabajos de los hermanos Coen, no sólo en el retrato de ladrones de poca monta atrapados en una serie de errores que cambian el trayecto de toda la trama (en este sentido, fácil e inevitable es la referencia a Fargo), sino en lo más íntimo de la estructura del film, ese extraño sistema de pesos y medidas, en donde una acción desencadena otra, pero no necesariamente en un sistema lineal de fichas de dominó, sino uno más complejo, lleno de callejones sin salida y efectos laterales impensados. En este sentido, cabe recordar a El gran Lebowski y como un secuestro y una alfombra pueden desencadenar a lugares que no tienen nada que ver con su punto de origen (algo que casi podría decirse que es una reescritura posmoderna del McGuffin hitchcockiano). De esta misma manera, el humor frío de Snowman’s land está perpetuamente rodeado por un montón de deus ex machinas, giros imprevisibles y agujeros argumentales que, lejos de lastimar a lo narrativo del film (como varios críticos han señalado), se convierte en el centro de su carisma.

Agregado a estos puntos, cabe remarcar las curiosas opciones estéticas de Thomasz Thompson, quien, sin abusar y resultar demasiado evidente, alterna diversos recursos y lenguajes cinematográficos (cámara desde el punto de vista de actores, animación, fundidos, montaje paralelo, cámara lenta, coloreados, voiceover) sin perder la unidad de la atmósfera gris y pálida que envuelve a todo el film (en particular, el hotel de estilo comunista, con sus paredes grises y sus recovecos similares a una morgue es un personaje más de la obra). Quizás, sobre todo en lo que respecta al voiceover sobre imágenes congeladas (un estilo que recuerda mucho a las obras de Guy Richie), por momentos parecería que hubo mucha mano en la posproducción, por momentos generando algunos saltos en el estilo narrativo, que quizás le resta un poco de elegancia, pero no termina por afectar al producto final.

Quizás lo más interesante del Snowman’s land sea el derrocamiento silencioso de parte de los montañeses, quienes nunca son retratados por el director. En ese cerco, en esa acumulación anfetamínica de elementos absurdos en la recta final del film, se encuentra las claves de Thomasz Thompson como un autor al que prestar atención en los próximos años.

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