La gallina y el gavilán
Prácticamente en la recta final de Violeta se fue a los cielos, un
entrevistador inquisidor (el argentino Luis Machín) le pregunta a Violeta Parra
(Francisca Gavilán) sobre los consejos que le daría a las generaciones jóvenes.
La respuesta, poética por demás es “Tal vez les diría que escriban como
quieran, que usen los ritmos que les salgan, que prueben instrumentos diversos,
que se sienten en el piano y destruyan la métrica, que griten en vez de cantar,
que soplen la guitarra y que tañan la trompeta, que odien la matemática y que
amen los remolinos. La creación es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará
en línea recta”. En tal frase parece estar resumida, no sólo la historia, sino
los medios y estética del film de Andrés Wood, que justamente se encarga de
realizar un retrato bastante más cerca de lo mítico que de lo concretamente
biográfico de Violeta, nunca siguiendo un plan de vuelo recto, sino
intersectando distintos momentos de su vida, que parecen solaparse entre sí.
Tal como el estilo de confecciones de tapices de la chilena (aquellos que
habría de exponer en el Louvre), no parece haber un modelo previo, sino que el
film se teje como la aguja que avanza de a puntadas.
El principal medio que funciona como coagulante es
la antedicha entrevista –que tiene la particularidad de contener parte de los
mejores momentos del film, al tiempo que traiciona un poco ese estilo libre que
parecería querer acercarse la obra de Wood- tronco a través del cual crecen
como una enredadera distintos momentos de la artista chilena: la infancia
marcada por la pobreza, la investigación por el cancionero popular chileno, su
viaje a Polonia, la muerte de su pequeña hija, su tormentosa relación con
Gilbert Favre, su vida en París, la vuelta a Chile, sus quiméricas empresas y
su suicidio.
Wood es un buen constructor de crescendos y sabe repartir la intensidad en varios picos que los disemina casi con la
precisión de un electrocardiograma. Para este punto, la labor de Francisca
Gavilán resulta imprescindible, no sólo incurriendo en una sorprendente
transformación física de Violeta, sino también interpretando a la perfección sus
canciones. Por momentos resultan un tanto poéticas por demás todas las
incursiones del personaje protagónico (cada una de sus intervenciones es una
gran frase, un gran alegato, a veces jugando en la cornisa de lo rimbombante),
pero uno puede excusar un poco esto al percibir que lo que se maneja en el film
es justamente lo mitológico, por más claroscuros que justamente se presente en
la vida, comportamientos y motivos de la cantautora.
Si el gran coagulante narrativo es aquella
entrevista, las aves parecen funcionar como la principal metáfora que parece
atravesar longitudinalmente el film. La vida de Violeta aletea entre la paloma,
la gallina y el gavilán, el vuelo de la creatividad y la persistencia de la
autodestrucción, el amor y la muerte, eros
y thanatos. La misma autora de “Gracias
a la vida” (tema con el que entran los créditos finales) es la de “Maldigo del
alto cielo”, dos temas que parecen reflejar estas dos caras opuestas en las que
parece debatir su vida.
La canción final, la sincopada e intensísima “Gavilán”
(en la que se genera un curioso efecto intertextual, considerando que Gavilán
es el apellido de la actriz protagónica) trae a colación el momento en donde
este frágil equilibrio por fin es fracturado, el descenso de un ave que desde
los tempranos años de Violeta Parra ha estado planeando en círculos por encima
de su cabeza.
La vida de Violeta vivida con la misma voracidad de
esa niña que se enchastra la boca comiendo moras. El suicidio que, como dijo
Atahualpa Yupanqui, “fue un escape para los pájaros azules que vivían en su
cabeza”. Los mismos cantos de pájaros que había encontrado en el interior de la
guitarra que le regalara su padre.
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