lunes, 14 de enero de 2013

Violeta se fue a los cielos (Andrés Wood, 2011)



La gallina y el gavilán

Prácticamente en la recta final de Violeta se fue a los cielos, un entrevistador inquisidor (el argentino Luis Machín) le pregunta a Violeta Parra (Francisca Gavilán) sobre los consejos que le daría a las generaciones jóvenes. La respuesta, poética por demás es “Tal vez les diría que escriban como quieran, que usen los ritmos que les salgan, que prueben instrumentos diversos, que se sienten en el piano y destruyan la métrica, que griten en vez de cantar, que soplen la guitarra y que tañan la trompeta, que odien la matemática y que amen los remolinos. La creación es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta”. En tal frase parece estar resumida, no sólo la historia, sino los medios y estética del film de Andrés Wood, que justamente se encarga de realizar un retrato bastante más cerca de lo mítico que de lo concretamente biográfico de Violeta, nunca siguiendo un plan de vuelo recto, sino intersectando distintos momentos de su vida, que parecen solaparse entre sí. Tal como el estilo de confecciones de tapices de la chilena (aquellos que habría de exponer en el Louvre), no parece haber un modelo previo, sino que el film se teje como la aguja que avanza de a puntadas.

El principal medio que funciona como coagulante es la antedicha entrevista –que tiene la particularidad de contener parte de los mejores momentos del film, al tiempo que traiciona un poco ese estilo libre que parecería querer acercarse la obra de Wood- tronco a través del cual crecen como una enredadera distintos momentos de la artista chilena: la infancia marcada por la pobreza, la investigación por el cancionero popular chileno, su viaje a Polonia, la muerte de su pequeña hija, su tormentosa relación con Gilbert Favre, su vida en París, la vuelta a Chile, sus quiméricas empresas y su suicidio.

Wood es un buen constructor de crescendos y sabe repartir la intensidad en  varios picos que los disemina casi con la precisión de un electrocardiograma. Para este punto, la labor de Francisca Gavilán resulta imprescindible, no sólo incurriendo en una sorprendente transformación física de Violeta, sino también interpretando a la perfección sus canciones. Por momentos resultan un tanto poéticas por demás todas las incursiones del personaje protagónico (cada una de sus intervenciones es una gran frase, un gran alegato, a veces jugando en la cornisa de lo rimbombante), pero uno puede excusar un poco esto al percibir que lo que se maneja en el film es justamente lo mitológico, por más claroscuros que justamente se presente en la vida, comportamientos y motivos de la cantautora.

Si el gran coagulante narrativo es aquella entrevista, las aves parecen funcionar como la principal metáfora que parece atravesar longitudinalmente el film. La vida de Violeta aletea entre la paloma, la gallina y el gavilán, el vuelo de la creatividad y la persistencia de la autodestrucción, el amor y la muerte, eros y thanatos. La misma autora de “Gracias a la vida” (tema con el que entran los créditos finales) es la de “Maldigo del alto cielo”, dos temas que parecen reflejar estas dos caras opuestas en las que parece debatir su vida.
La canción final, la sincopada e intensísima “Gavilán” (en la que se genera un curioso efecto intertextual, considerando que Gavilán es el apellido de la actriz protagónica) trae a colación el momento en donde este frágil equilibrio por fin es fracturado, el descenso de un ave que desde los tempranos años de Violeta Parra ha estado planeando en círculos por encima de su cabeza.

La vida de Violeta vivida con la misma voracidad de esa niña que se enchastra la boca comiendo moras. El suicidio que, como dijo Atahualpa Yupanqui, “fue un escape para los pájaros azules que vivían en su cabeza”. Los mismos cantos de pájaros que había encontrado en el interior de la guitarra que le regalara su padre.

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