lunes, 11 de marzo de 2013

Abrir puertas y ventanas (Milagros Mumenthäler, 2011)



Casa tomada

Casi en oposición al título del film, la cámara sigue a un joven que entra al viejo caserón y, como si se colara disimuladamente aprovechando la fugaz apertura del portón, entrará para quedarse encerrada ahí, como una mosca entre un vidrio y una cortina. Abrir puertas y ventanas, ópera prima de Milagros Mumenthäler – la gran ganadora en los festivales de Locarno y Mar del Plata- es la historia de tres hermanas y de una casa, o más bien de lo que no se cuenta sobre esas tres hermanas y esa casa. Marina, la mayor de las tres, se encarga de asuntos legales vinculados a la reciente muerte de su abuela, antigua dueña de la casa en la que habitan, sobre la que ninguna parece estar demasiado conmovida. Sofía estudia y trabaja, pero no parece realizar del todo bien ninguna de las sus actividades (a menudo descansándose en la ayuda de sus hermanas). Violeta, la más chica, pasa la totalidad de sus días deambulando por el caserón, como en un estado de ensoñación perpetuo que condice con la ligera ropa interior con la que aparece casi todo a lo largo del film.

Si de la muerte de la abuela poco es lo que se sabe (apenas una charla telefónica en la que Marina revela a una desconocida que murió de un paro cardíaco por la época de las fiestas), mucho menos es la noción que se tiene de la ausencia de los padres. Mumenthäler, muy acertadamente, nunca intentará recaer en un burdo historicismo, absteniéndose de contar cualquier cosa vinculada a estas ausencias, permitiéndonos ver únicamente el resultado de estos dramas. En este sentido, la directora se maneja en una puesta dramática construida, más que en grandes revelaciones, en pequeños gestos, silencios, mezquindades que sedimentan la complicada relación entre las tres hermanas. Marina y Sofía pasan todo el día inmersas en amarguísimas peleas, en una especie de disputa solapada por el poder, aunque sin saber en torno a qué. Las dos son, a su manera, personajes mezquinos, atravesados por una hondísima frustración, dudas y envidia. Violeta es casi un punto de fuga entre estos dos polos, enfrascada en un aparente abandono hedonista debajo del cual hay muchos más misterios de los aparentes.

Es justamente Violeta quien, al prácticamente fugarse de la casa (sólo deja una carta y un mensaje de voz), parte el film a la mitad, dejándolas a las dos con sus preguntas y sus pasiones tristes. Violeta, no sólo termina sorprendiendo por ser la más arrojada e independiente, sino que es la única que vive su sexualidad como algo más relajado, tan libre como se pasea a lo largo de su casa. En este drama el sexo parece un tema lateral, pero a una segunda lectura uno percibe que es uno de los grandes centros mudos del film, algo que está taponeado, que parece estar estancado, empañando las ventanas de la casa, como un olor rancio que flota entre todos los cuartos, pese a la pulcritud de los mobiliarios y el lustroso piso. Un atrincheramiento radical que apenas es roto de vez en cuando –la cámara se limita a acompañarlas hasta el portón, como si sobre ella pesara una maldición similar a la de El ángel exterminador, de Buñuel-, ese universo femenino concentrado hasta su acidez, como la descripción del interior de la casa de las hermanas Lisbon en Las vírgenes suicidas (la película de Coppola, pero más específicamente el libro de Jeffrey Eugenides en el que se inspiró aquel film).

Concentrándonos en esta presencia sofocante de la casa, la película suelta toda su arsenal emocional y simbólico sobre los objetos. Hay que reconocer en este punto la minuciosidad de Sebastián Orgambide (en dirección de arte) y Martín Frías (en fotografía) a la hora de registrar estos muñones de pasado que aparecen diseminados por la casa y la forma en que las chicas se relacionan con ellos, casi como si fuesen talismanes, artefactos mediúmnicos de sus estados de ánimo. Objetos como la pieza de lencería que Sofía se pone desconsoladamente cuando se entera que Violeta se acaba de ir (con la contraparte del catsuit alicrado para su actividad de promotora que se lo quita en la cama, quedándose desnuda, en una escena que sin explicitar nada dice todo sobre su frustración existencial), el disco de John Martyn que las hace llorar a las tres -sin saber qué hilos de cobre de esa canción gatilla tal estado-, o la graciosa escena de Marina y Francisco en la cama vibradora de la abuela, desplegando esa tensión sexual que crece entre ambos a lo largo de la película.

Es justamente en esos objetos que se encuentra el encarcelamiento de las hermanas a ese pasado que parece haber sumido todo a una cápsula de ambar petrificado, donde no puede entrar ni salir nadie. Hasta cierto punto, la única forma en que logramos darnos cuenta del espacio temporal donde transcurre el film es en el celular que usa Sofía casi al final del film –de otra forma, perfectamente Abrir puertas y ventanas podría estar ambientada en los sesenta o setentas argentinos. Como Casa tomada, de Julio Cortázar, la película siempre acusa una presencia intrusiva, casi una invasión invisible que ninguna de las chicas logra poner en palabras. Mumenthäler y su equipo técnico logran casi captar esta presencia incorpórea en los lentos travellings por rincones de la casa, pequeñas detenimientos en un mueble, en un árbol, o una puerta.

Abrir puertas y ventanas justamente habla de eso, de poder exorcizar al pasado cuando parece omnipresente, vigilándonos desde todos los rincones. Un exorcismo que tiene un precio, un exorcismo en el que, quizás, más que abrir las ventanas  haya que destrozarlas o arrojarse uno mismo de ellas.

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