Casa
tomada
Casi en oposición al título del film, la cámara
sigue a un joven que entra al viejo caserón y, como si se colara
disimuladamente aprovechando la fugaz apertura del portón, entrará para
quedarse encerrada ahí, como una mosca entre un vidrio y una cortina. Abrir puertas y ventanas, ópera prima de
Milagros Mumenthäler – la gran ganadora en los festivales de Locarno y Mar del
Plata- es la historia de tres hermanas y de una casa, o más bien de lo que no
se cuenta sobre esas tres hermanas y esa casa. Marina, la mayor de las tres, se
encarga de asuntos legales vinculados a la reciente muerte de su abuela,
antigua dueña de la casa en la que habitan, sobre la que ninguna parece estar
demasiado conmovida. Sofía estudia y trabaja, pero no parece realizar del todo
bien ninguna de las sus actividades (a menudo descansándose en la ayuda de sus
hermanas). Violeta, la más chica, pasa la totalidad de sus días deambulando por
el caserón, como en un estado de ensoñación perpetuo que condice con la ligera
ropa interior con la que aparece casi todo a lo largo del film.
Si de la muerte de la abuela poco es lo que se sabe
(apenas una charla telefónica en la que Marina revela a una desconocida que
murió de un paro cardíaco por la época de las fiestas), mucho menos es la noción
que se tiene de la ausencia de los padres. Mumenthäler, muy acertadamente,
nunca intentará recaer en un burdo historicismo, absteniéndose de contar
cualquier cosa vinculada a estas ausencias, permitiéndonos ver únicamente el
resultado de estos dramas. En este sentido, la directora se maneja en una
puesta dramática construida, más que en grandes revelaciones, en pequeños
gestos, silencios, mezquindades que sedimentan la complicada relación entre las
tres hermanas. Marina y Sofía pasan todo el día inmersas en amarguísimas
peleas, en una especie de disputa solapada por el poder, aunque sin saber en
torno a qué. Las dos son, a su manera, personajes mezquinos, atravesados por
una hondísima frustración, dudas y envidia. Violeta es casi un punto de fuga
entre estos dos polos, enfrascada en un aparente abandono hedonista debajo del
cual hay muchos más misterios de los aparentes.
Es justamente Violeta quien, al prácticamente
fugarse de la casa (sólo deja una carta y un mensaje de voz), parte el film a
la mitad, dejándolas a las dos con sus preguntas y sus pasiones tristes. Violeta,
no sólo termina sorprendiendo por ser la más arrojada e independiente, sino que
es la única que vive su sexualidad como algo más relajado, tan libre como se
pasea a lo largo de su casa. En este drama el sexo parece un tema lateral, pero
a una segunda lectura uno percibe que es uno de los grandes centros mudos del
film, algo que está taponeado, que parece estar estancado, empañando las
ventanas de la casa, como un olor rancio que flota entre todos los cuartos,
pese a la pulcritud de los mobiliarios y el lustroso piso. Un atrincheramiento
radical que apenas es roto de vez en cuando –la cámara se limita a acompañarlas
hasta el portón, como si sobre ella pesara una maldición similar a la de El ángel exterminador, de Buñuel-, ese
universo femenino concentrado hasta su acidez, como la descripción del interior
de la casa de las hermanas Lisbon en Las vírgenes suicidas (la película de
Coppola, pero más específicamente el libro de Jeffrey Eugenides en el que se
inspiró aquel film).
Concentrándonos en esta presencia sofocante de la
casa, la película suelta toda su arsenal emocional y simbólico sobre los
objetos. Hay que reconocer en este punto la minuciosidad de Sebastián Orgambide
(en dirección de arte) y Martín Frías (en fotografía) a la hora de registrar
estos muñones de pasado que aparecen diseminados por la casa y la forma en que
las chicas se relacionan con ellos, casi como si fuesen talismanes, artefactos
mediúmnicos de sus estados de ánimo. Objetos como la pieza de lencería que
Sofía se pone desconsoladamente cuando se entera que Violeta se acaba de ir
(con la contraparte del catsuit alicrado para su actividad de promotora que se
lo quita en la cama, quedándose desnuda, en una escena que sin explicitar nada
dice todo sobre su frustración existencial), el disco de John Martyn que las
hace llorar a las tres -sin saber qué hilos de cobre de esa canción gatilla tal
estado-, o la graciosa escena de Marina y Francisco en la cama vibradora de la
abuela, desplegando esa tensión sexual que crece entre ambos a lo largo de la
película.
Es justamente en esos objetos que se encuentra el
encarcelamiento de las hermanas a ese pasado que parece haber sumido todo a una
cápsula de ambar petrificado, donde no puede entrar ni salir nadie. Hasta
cierto punto, la única forma en que logramos darnos cuenta del espacio temporal
donde transcurre el film es en el celular que usa Sofía casi al final del film
–de otra forma, perfectamente Abrir puertas y ventanas podría estar ambientada
en los sesenta o setentas argentinos. Como Casa tomada, de Julio Cortázar, la
película siempre acusa una presencia intrusiva, casi una invasión invisible que
ninguna de las chicas logra poner en palabras. Mumenthäler y su equipo técnico
logran casi captar esta presencia incorpórea en los lentos travellings por
rincones de la casa, pequeñas detenimientos en un mueble, en un árbol, o una
puerta.
Abrir
puertas y ventanas justamente habla de eso, de poder
exorcizar al pasado cuando parece omnipresente, vigilándonos desde todos los
rincones. Un exorcismo que tiene un precio, un exorcismo en el que, quizás, más
que abrir las ventanas haya que
destrozarlas o arrojarse uno mismo de ellas.
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