Hacia
ninguna parte
En aquel redondísimo corto llamado Nico y Parker, que Diego Fernández
–junto a Manolo Nieto- dirigiera en el año 2000 (el antecedente más próximo al
fenómeno de 25 watts), los dos
protagonistas interpretados por Leandro Lagos y Federico Veiroj esperaban
incansablemente la partida de un camión sisterna, montando guardia, estáticos,
frente a la estación de bomberos. En Rincón
de Darwin, trece años después, los personajes son Gastón (Jorge Temponi),
Américo (Carlos Frasca) y Beto (Jorge Esmoris), que casi de manera opuesta, se
mantienen en movimiento rumbo a un célebre sitio coloniense llamado “Rincón de
Darwin”, sin saber qué esperan encontrar.
Gastón intenta sobrellevar una reciente ruptura con
su pareja, con la que tenía planeado reciclar e irse a vivir a una antigua casa
de su abuelo. Cuando el desinterés de su ex se hace presente, decide liquidar
aquella propiedad, recibiendo de parte de su padre la noticia de que debe viajar
al terreno que da nombre a la película para regularizar la situación de otro
terreno que heredó de su abuelo. En ese camino se le suman Américo, prolijo y
escrupuloso escribano de la familia y Beto, fletero mucho más suelto y siempre
dispuesto para la conversación. Fiel a la lógica del género de road movie, en el trayecto los
personajes aprenderán de sí mismos y de los otros, no volviendo a ser los
mismos una vez terminado el camino.
O al menos esa es la idea. Este concepto de
aprendizaje intenta guardar cierta relación lateral con algunos pasajes de la
teoría evolucionista de Charles Darwin –la cual aparece en un voiceover en inglés en determinadas
partes del film- que atraviesa la película de cabo a rabo, remarcando la idea
de una evolución que se daría en el interior de los personajes. El primer punto
conflictivo en Rincón de Darwin es
justamente el hecho de que, salvo cierta idea de que los tres personajes deben
ceder ciertas manías propias para poder convivir entre sí, realmente poco puede
decirse de lo que terminan por aprender o cambiar de ellos mismos. Ninguno realiza
una toma de posición lo suficientemente activa para poder determinar si hubo
realmente un cambio –en especial, el caso del personaje encarnado por Temponi
parecería más el de una involución, una regresión hacia etapas más cercanas a
la adolescencia e incluso infancia-, pero esto no se debe tanto a lo que
efectivamente le sucede a los personajes, sino a la forma en que son
retratados. El principal problema en esto es que es difícil advertir un proceso
en tanto los mismos personajes están reducidos a un par de detalles que sólo
versan sobre su forma de relacionamiento, y no tanto su interioridad. Como
ejemplo de esto, está la cansadora insistencia en el tema de la tecnología a la
hora de retratar a Gastón, detalle cuyo único aporte por momentos parecería
marcar una brecha con respecto a Américo, señalándolo como más viejo.
Al fallar la metáfora darwinista, todo el film queda
pendiendo de la capacidad de los intérpretes de sobrellevar la historia con ciertos
ribetes cómicos, pero aquí también, al igual que con la metáfora, Rincón de Darwin tampoco parece cerrar del todo. Lejos de
plantearse diálogos acartonados, presentar una deficiente construcción de la
narrativa del film, o contar con malas interpretaciones (los tres protagonistas
llevan con distintos grados de solvencia sus papeles), el principal mal que
aqueja a Rincón de Darwin es un tema
de tono. Todo el film parece estar atravesado por un efecto extraño, en el que
pareciera que cuando se avizora una escena graciosa se sacara de golpe el pie
del acelerador, se retirara casi fóbicamente de la posibilidad de jugarse cien
por cien al enredo, situación o anécdota que se presta a ser gatillada. Un
ejemplo de esto se da en el malentendido inicial que lleva a Américo confundir
a Beto como pariente directo de Gastón –una situación que se resuelve después,
pero muy fuera del timing
estrictamente cómico-, o, más aún, la escena en la que los tres son sorprendidos
acampando en un terreno privado por el dueño de la propiedad. En la situación,
el propietario engancha a Américo en una posición en la que parecería que estar
participando en una especie de relación sexual con sus otros compañeros, pero
más allá del “putos” que les grita, nunca sabemos del todo si se refiere a
aquello. Lejos de ello, la escena termina sin generar complicidad en el
espectador, sin saber si aquello fue idea de uno o voluntad expresa del
director. No es un llamado a limar toda posible ambigüedad en la comedia, pero
si uno se lanza en una escena a jugarse por un humor en el que se presenta tal
malentendido de ribetes sexuales, debe estar dispuesto a ser guarango cuando se
debe serlo. Este es el detalle principal de la dirección de Rincón de Darwin, percibiéndose más que
nada –y esto no pretende ser un análisis psicológico del director- cierta
inseguridad inherente en todo el metraje a la hora de cerrar historias,
conceptos, chistes u ocurrencias.
Es como si el film quedara sistemáticamente a medio
camino de todo lo que pretende ser, generando una sensación extraña entre la
brecha del objetivo al que apuntaba y al que siempre termina desembocando, como
si tuviera la mira corrida.
Finalmente, hay otro punto a remarcar, que es la
sorprendente duración de dos días de viaje que les toma a los protagonistas su
empresa, cuando con la ayuda de cualquier mapa uno comprende que aquello
consistiría en no más que unas pocas horas. Exigir un rigor geográfico y
realista al film sería injusto en el caso de que no se partiera expresamente de
la premisa de un terreno específico (algo que eximiría de culpas, por ejemplo,
a los saltos geográficos que se dan en la continuidad narrativa de Gigante –Adrián Biniez, 2009), pero
considerando que se parte de escenarios reales, aquello termina por generar una
incongruencia de guión inevitable. La única explicación posible a semejante
demora sería una sistemática equivocación de rutas que llevarían a los
personajes a cuatriplicar el tiempo de llegada a destino. Un devenir errabundo
que ilustraría los problemas ya mencionados arriba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario