Tragedia
de 8-bits
Ralph
el destructor, obra concebida por la nueva Pixar bajo
el comando de Disney es plata en el bolsillo. La fórmula ya utilizada en la
superexitosa Toy Story (la casi
arquetípica pregunta de los niños sobre qué pasa con sus juguetes no los ven),
se traslada al mundo de los arcades
(en Uruguay más comúnmente conocido bajo el rústico nombre de “las maquinitas”)
y eleva a cuestión qué es lo que sucede en el universo de los videojuegos
cuando no los estamos jugando. La propuesta inicial es particularmente rentable
porque el cambio de escenario permite no sólo incorporar a un público mayor –es
decir, los hipotéticos padres que llevan a los niños al cine, los cuales en
cuestión etaria pueden haber conocido de cerca algunos de los personajes diseminados
en la trama- sino hacer cuña con la cultura nerd y retromanía imperante que ha
invadido al cine, música y televisión en los últimos años.
Los primeros veinte minutos del film se encargan de
presentar un interesantísimo mosaico de realidades en las que se articula una
cosmogonía muy bien pensada. Cada maquinita es un mundo propio, pero todas
forman parte de una central a la que se comunican por medio de portales y una
suerte de trenes subterráneos que se conectan por el cableado de los arcades.
La película en este sentido es curiosamente compleja, con una serie de leyes
naturales propias que quizás la mayoría más chicos pasarán por alto, pero que
en una primera instancia es una herramienta clave para entender la riqueza de
algunos de los dramas que se desarrollan en la trama: hay una comunicación
fluida entre muchos videojuegos, a veces pudiendo algún personaje colarse en la
realidad de otro arcade; los personajes,
como en la mayoría de los videojuegos, tienden a morir y resucitar conforme se
desarrollan las partidas, pero si mueren en un juego que no es el suyo pierden
la posibilidad de regenerarse; cuando una máquina queda fuera de servicio, lo
que sucede en aquel micromundo es similar a un eclipse perpetuo, y en el caso a
ser definitivamente desconectado, lo que acontece equivale a un apocalipsis en
miniatura, generándose una suerte de campo de refugiados de todos los
supervivientes de aquel juego.
La lista de detalles de la mecánica interna de esta
cosmogonía excede el espacio que puede destinársele a una nota como esta, pero
en una primera instancia parece construida con precisión y maestría, cosa que
no logra mantenerse a tal nivel conforme se desarrolla la historia.
El corazón temático del film no se aleja demasiado
de los clásicos mensajes de Disney de “sé tu mismo”. Ralph es “el malo” de “Fix-it-Felix”,
un videojuego ficcional 8-bits bastante inspirado en el diseño de Donkey Kong (no el lanzado en la
plataforma de Super Nintendo, sino un juego de plataformas de 8-bits que fue
furor en su tiempo y es hermosamente retratado en el documental The King of
Kong: A Fistful of Quarters –Seth Gordon, 2007), en el que su única función
consiste en destruir un edificio al que un simpático hombre se dedica a
repararlo. Ralph, que vive entre escombros mientras el resto de los inquilinos
del edificio al que se dedica a destruir viven cómodamente de fiesta en fiesta,
está desconforme con su vida y asiste a un grupo de ayuda bastante inspirado en
Alcohólicos Anónimos, en donde varios personajes –entre ellos Zangief de Street
Fighter II, uno de los fantasmas de PacMan y Bowser (o Koopa)- hablan sobre las
dificultades concernientes a su realidad cotidiana como villano. La vida de
Venellope von Schweetz –un personaje de Sugar
Rush, mundo que emula al colorido juego de carreras Mario Kart, pero con una temática vinculada a dulces y todo tipo de
golosinas- es aún más complicada. Su sueño es participar en las carreras, pero
a diferencia del resto de los personajes es un glitch, un imprevisto error de programación que en algunos
videojuegos se ve en pequeños detalles y errores que aparecen fugazmente, pero
que no terminan de afectar por completo el funcionamiento del programa. Esta
condición de glitch –algo que la hace
ser una paria dentro de sus cohabitantes de Sugar Rush- se corporiza en una
serie de descargas eléctricas que la hacen saltar espacialmente de un lugar a
otro. Lo que tienen en común ambos –y por lo que sus dos caminos confluirán-,
es esa situación de ostracismo cotidiano al que sume sus vidas.
Especialmente en este último punto es donde Ralph el destructor guarda su centro
dramático. Los dos personajes quieren vivir otra vida (Ralph queriendo dejar de
ser parte de ese juego, Venellope queriendo ser incluida en él), pero su
aparición –en el caso de Ralph- y su invisibilidad –en el caso de Venellope- es
fundamental para que el mundo que los contiene no corra el riesgo de
extinguirse. En este sentido, especialmente con el tema del glitch, por momentos se presenta una
verdadera dimensión trágica, en donde no hay necesariamente buenos ni malos, casi
pudiendo colocar al film en el complejo registro dramático de una película de
Miyazaki. Venellope quiere ser una corredora oficial, como el resto de los
otros personajes, pero si llega a ser una de ellos, el jugador humano podrá
llegar a ver sus errores de código, denunciar el malfuncionamiento de la
máquina y hacer que la desconecten de forma definitiva. Agregando a esto, los glitches son los únicos seres que no
pueden viajar de un juego a otro, por lo que su destino está completamente
atado al del videojuego que corre peligro. En este punto, todas las partes
parecen tener razón, tanto Venellope en su desazón y rebeldía, pero también el
rey de Sugar Rush en lo que más le conviene a su reino. Sin embargo, la gente
de Pixar no se deja llevar del todo por esta dimensión trágica, terminando por
diluirla en una trama llena de vueltas de tuercas, e intriga cuasi-política,
las cuales no necesariamente están mal usadas, pero que privan al film de ser
una cosa realmente diferente.
Es quizás en esta dimensión un tanto conservadora
que encontramos algunas de las falencias de Ralph
el destructor. La película comienza jugando con realidades entre el mundo
bidimensional de los 8-bit y los
juegos mucho más complejos del estilo de Halo,
pero pronto estas diferencias terminan apisonadas en un mismo formato, en un
diseño demasiado parecido. En este caso, el mayor de los retos hubiera sido
lograr mantener un equilibrio entre un mundo de dos y otro de tres dimensiones,
algo que habría sido un tour de force
magnífico, pero para el que los directores no estuvieron a la altura. Después,
nunca se llega a desarrollar del todo bien la relación entre el mundo interno
de los videojuegos y los humanos (sobre todo en el juego en sí mismo), algo que
parece explicarse sólo tangencialmente.
Ralph
el destructor es un film virtuoso en lo que refiere a
animación y economía narrativa –es sorprendente cómo la cantidad de información
nunca anquilosa el contenido final-, al tiempo que presenta una gigantesca
interpretación vocal de Sarah Silverman en voz de Venellope (una verdadera
lástima que las funciones en Uruguay sólo sean en español latino), pero que al
momento de jugársela el todo por el todo, vuelve a fórmulas conocidas. Sigue
siendo una hora y media de pura diversión, pero quien escribe se pregunta con
qué obra nos hubiéramos enfrentado si en el momento del quiebre dramático la
película hubiese seguido el camino de Nausicaä
of the Valley of the Wind (Miyazaki, 1984), y no el de su antecesor Toy Story
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