Domando
al dragón
Hay películas más extrañas. Hay historias donde la
narrativa se fractura y vuela en mil pedazos; hay historias inverosímiles, con
súbitas invasiones de algo imprevisto que vuelve todo un bizarro saco de gatos en
el cual no parece entrar aire; hay películas con volantazos en los que la trama
cambia por completo, a veces incluso cambiando de género cinematográfico con la
sencillez de un velo que se cae; hay películas experimentales, obras sin
actores, que van de adelante hacia atrás, que se apartan de todo psicologismo y
vuelven a los personajes meros lienzos donde se traza algo más cerca de lo
performático que de lo narrativo; y sí, también hay películas como The Master.
La extrañeza de la que se acusa The Master forma parte de un caso sumamente interesante, por la
imposibilidad de abordar a la misma desde lo meramente analítico y descriptivo.
Al rever la película, uno se da cuenta de que lo que acontece en The Master podría resumirse de una forma
muy simple: el retrato íntimo de dos hombres tragados por la soledad. No hay
mucho más misterio que este. Salvo algunas secuencias oníricas y cierta
amalgama temporal en la que algunos recuerdos parecen fundirse en la realidad, The Master es, en una primera instancia,
un film bastante lineal, hasta podría decirse “sencillo”. Sin embargo,
parecería que, una vez abandonada la sala de cine, la extrañeza no corre por
cuenta de la película, sino por lo que acontece en el interior del espectador.
La primera media hora, prácticamente construida en
el formato de una novela picaresca, vemos el transcurrir de Freddy (Joaquín
Phoenix, en lo que posiblemente sea el rol definitivo de su carrera), un ex
soldado alcohólico –no cualquier borracho, hablamos de uno que se hace tragos
con thinner y pastillas molidas, o que no duda en beber el combustible de uno
de los torpedos de su buque de guerra- que alterna distintos trabajos, sin
encontrar ningún espacio en el que pueda sentirse realmente útil. Casi tomando
prestadas algunas referencias del legado beatnik que diera forma definitiva al
Estados Unidos subterráneo de los cincuenta, Freddy Quell parece un personaje salido de En el camino (la famosa novela que Jack Kerouac publicara en 1956),
alternando entre los pabellones psiquiátricos para soldados afectados por el síndrome
de estrés post traumático a las plantaciones del sur, pasando por el escenario
de un elegante shopping donde se desempeña como fotógrafo.
A su manera, uno ve la filmografía de Paul Thomas
Anderson y detrás de sus historias se puede percibir el intento de una construcción
alternativa de la historia de Estados Unidos a base de diferentes retratos
individuales. En este punto, es complicado encontrar una película que retrate
mejor que Boogie Nights la indecantable
mezcla entre el nihilismo y el festivo hedonismo de los setenta norteamericanos.
Al mismo tiempo, difícil hallar un personaje que encarne los comienzos del
capitalismo más despiadado y caníbal que el Daniel Plainview de There will be blood. Por esta misma
senda, en The Master el elegantísimo
plano secuencia que sigue a la vendedora-modelo luciendo y mostrándole a los
potenciales clientes el vestido que lleva puesto (dice “sólo por 49.99” como si
ella fuera la que estuviera en venta) retrata como pocos films los cincuenta
estadounidenses, los comienzos de la sociedad de consumo tal y como la
conocemos.
Volviendo a la cita de Daniel Plainview, parecería
que Paul Thomas Anderson casi siempre se manejara dentro del espectro de dos
personajes arquetípicos en su cine: megalómanos que encarnan en su forma más
extrema la locura de una época (el ya citado Daniel Plainview –inspirado en el
magnate Edward Doheny-, la estrella porno devorada por la fama y la cocaína en Boogie Nights -Dirk Diggler, inspirado
en John Holmes-, o el motivador profesional interpretado por Tom Cruise en Magnolia) y hombres retraídos, devenidos
en auténticas ollas a presión a punto de estallar, que actúan como un punto de
fuga, un síntoma que amenaza con hacer colapsar ese mundo enloquecedor (Adam
Sandler en Punch Drunk Love, o el buen
policía martirizado por la pérdida de su arma en Magnolia).
The
Master es el film donde esta relación de opuestos se nota
de forma más clara, al punto de ser el núcleo vital, el magma ardiente
crepitando en lo subterráneo del film. Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman,
con la magia de siempre), líder y fundador de un movimiento llamado “La causa”
(retratado por Anderson con referencias bastante directas a Roland S. Hubbard,
fundador de la Cienciología) acobija debajo de su ala a Freddy Quell, quien no
tiene idea alguna de los fundamentos de su movimiento, ni tampoco es poseedor
de grandes habilidades sociales. Entre ellos se genera una relación tan intensa
como indescriptible, que alterna entre la fascinación mutua y el utilitarismo
más visceral (por momentos parece que Freddy fuera no más que un cobayo en el
proyecto humanístico-científico-filosófico de Dodd), con algunos ribetes que
rozan, por momentos, el homoerotismo. La intensidad de la relación no sólo
corre por dentro del film, sino por el mismo espectador. Uno encuentra algo
ahí, una dimensión áurea de ese vínculo, pero las palabras fallan y a veces la
respuesta más útil parece ser aducir a un lejano vínculo en vidas pasadas.
En un determinado momento, Dodd hace un tan ridículo
como críptico brindis por el matrimonio de su hija, comparando aquello a domar
a un dragón, mientras Freddy lo mira fascinado. En cierto punto, a lo que
parece adelantarse el discurso es justamente la relación de ellos dos, la
fascinación de un hombre que encuentra en otro una fuerza arrasadora y ciega a
dominar, un ser que pone en práctica, sin tapujos, aquello que él sólo logra
poner en palabras (una diferencia de posiciones que se da en la escena en que
Quell se toma demasiado al pie de la letra el juego de dirigirse a un punto
fijo del desierto con la motocicleta). No son pocos los ejemplos de este tipo
de relación en la historia: la relación chispeante entre Werner Herzog y Klaus
Kinski, o el culto rendido por los más famosos beatniks a Neal Cassady. En el
vínculo entre los dos protagonistas está todo y a la vez no hay nada. La última
charla que mantienen en la película puede ser una chantada de Dodd para salir
de paso, o la muestra más intensa de amor de un hombre hacia otro.
Es justamente en esta no explicación que hallamos el
centro de esta particular extrañeza de The
Master. Similar a lo que ocurría con la excelente Martha, Marcy, May, Marlene (Sean Durkin, 2011), la película se
aleja de toda posible catarsis o climax, alguna discursividad o enseñanza que
pueda extraerse de lo que acaba de acontecer delante de nuestros ojos. Pocas
son las películas que, sin alterar la narrativa, se dedican a dinamitar de
forma tan metódica todos los puentes que permiten mantener un ida y vuelta
emocional entre el espectador y la obra. La misma razón por la que a muchos les
puede parecer un trabajo fallido (tan lejano de los grandes momentos e
intensidad cuasi religiosa de films como Magnolia)
es la que vuelve a The Master algo
completamente diferente. La extrañeza que va por dentro, esa que nos enfrenta a
lo que esperamos y lo que obtuvimos, es
esa que hace que una película, más que divertirnos, nos eduque como
espectadores. The Master no tiene la
épica para ser un film que marque una generación, pero puede ser una extraña
semilla de la que no sabemos qué podrá florecer. Sólo el tiempo lo dirá.
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