lunes, 11 de marzo de 2013

The Master (Paul Thomas Anderson, 2012)



Domando al dragón

Hay películas más extrañas. Hay historias donde la narrativa se fractura y vuela en mil pedazos; hay historias inverosímiles, con súbitas invasiones de algo imprevisto que vuelve todo un bizarro saco de gatos en el cual no parece entrar aire; hay películas con volantazos en los que la trama cambia por completo, a veces incluso cambiando de género cinematográfico con la sencillez de un velo que se cae; hay películas experimentales, obras sin actores, que van de adelante hacia atrás, que se apartan de todo psicologismo y vuelven a los personajes meros lienzos donde se traza algo más cerca de lo performático que de lo narrativo; y sí, también hay películas como The Master.

La extrañeza de la que se acusa The Master forma parte de un caso sumamente interesante, por la imposibilidad de abordar a la misma desde lo meramente analítico y descriptivo. Al rever la película, uno se da cuenta de que lo que acontece en The Master podría resumirse de una forma muy simple: el retrato íntimo de dos hombres tragados por la soledad. No hay mucho más misterio que este. Salvo algunas secuencias oníricas y cierta amalgama temporal en la que algunos recuerdos parecen fundirse en la realidad, The Master es, en una primera instancia, un film bastante lineal, hasta podría decirse “sencillo”. Sin embargo, parecería que, una vez abandonada la sala de cine, la extrañeza no corre por cuenta de la película, sino por lo que acontece en el interior del espectador.
La primera media hora, prácticamente construida en el formato de una novela picaresca, vemos el transcurrir de Freddy (Joaquín Phoenix, en lo que posiblemente sea el rol definitivo de su carrera), un ex soldado alcohólico –no cualquier borracho, hablamos de uno que se hace tragos con thinner y pastillas molidas, o que no duda en beber el combustible de uno de los torpedos de su buque de guerra- que alterna distintos trabajos, sin encontrar ningún espacio en el que pueda sentirse realmente útil. Casi tomando prestadas algunas referencias del legado beatnik que diera forma definitiva al Estados Unidos subterráneo de los cincuenta, Freddy Quell parece  un personaje salido de En el camino (la famosa novela que Jack Kerouac publicara en 1956), alternando entre los pabellones psiquiátricos para soldados afectados por el síndrome de estrés post traumático a las plantaciones del sur, pasando por el escenario de un elegante shopping donde se desempeña como fotógrafo.

A su manera, uno ve la filmografía de Paul Thomas Anderson y detrás de sus historias se puede percibir el intento de una construcción alternativa de la historia de Estados Unidos a base de diferentes retratos individuales. En este punto, es complicado encontrar una película que retrate mejor que Boogie Nights la indecantable mezcla entre el nihilismo y el festivo hedonismo de los setenta norteamericanos. Al mismo tiempo, difícil hallar un personaje que encarne los comienzos del capitalismo más despiadado y caníbal que el Daniel Plainview de There will be blood. Por esta misma senda, en The Master el elegantísimo plano secuencia que sigue a la vendedora-modelo luciendo y mostrándole a los potenciales clientes el vestido que lleva puesto (dice “sólo por 49.99” como si ella fuera la que estuviera en venta) retrata como pocos films los cincuenta estadounidenses, los comienzos de la sociedad de consumo tal y como la conocemos.

Volviendo a la cita de Daniel Plainview, parecería que Paul Thomas Anderson casi siempre se manejara dentro del espectro de dos personajes arquetípicos en su cine: megalómanos que encarnan en su forma más extrema la locura de una época (el ya citado Daniel Plainview –inspirado en el magnate Edward Doheny-, la estrella porno devorada por la fama y la cocaína en Boogie Nights -Dirk Diggler, inspirado en John Holmes-, o el motivador profesional interpretado por Tom Cruise en Magnolia) y hombres retraídos, devenidos en auténticas ollas a presión a punto de estallar, que actúan como un punto de fuga, un síntoma que amenaza con hacer colapsar ese mundo enloquecedor (Adam Sandler en Punch Drunk Love, o el buen policía martirizado por la pérdida de su arma en Magnolia).

The Master es el film donde esta relación de opuestos se nota de forma más clara, al punto de ser el núcleo vital, el magma ardiente crepitando en lo subterráneo del film. Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman, con la magia de siempre), líder y fundador de un movimiento llamado “La causa” (retratado por Anderson con referencias bastante directas a Roland S. Hubbard, fundador de la Cienciología) acobija debajo de su ala a Freddy Quell, quien no tiene idea alguna de los fundamentos de su movimiento, ni tampoco es poseedor de grandes habilidades sociales. Entre ellos se genera una relación tan intensa como indescriptible, que alterna entre la fascinación mutua y el utilitarismo más visceral (por momentos parece que Freddy fuera no más que un cobayo en el proyecto humanístico-científico-filosófico de Dodd), con algunos ribetes que rozan, por momentos, el homoerotismo. La intensidad de la relación no sólo corre por dentro del film, sino por el mismo espectador. Uno encuentra algo ahí, una dimensión áurea de ese vínculo, pero las palabras fallan y a veces la respuesta más útil parece ser aducir a un lejano vínculo en vidas pasadas.

En un determinado momento, Dodd hace un tan ridículo como críptico brindis por el matrimonio de su hija, comparando aquello a domar a un dragón, mientras Freddy lo mira fascinado. En cierto punto, a lo que parece adelantarse el discurso es justamente la relación de ellos dos, la fascinación de un hombre que encuentra en otro una fuerza arrasadora y ciega a dominar, un ser que pone en práctica, sin tapujos, aquello que él sólo logra poner en palabras (una diferencia de posiciones que se da en la escena en que Quell se toma demasiado al pie de la letra el juego de dirigirse a un punto fijo del desierto con la motocicleta). No son pocos los ejemplos de este tipo de relación en la historia: la relación chispeante entre Werner Herzog y Klaus Kinski, o el culto rendido por los más famosos beatniks a Neal Cassady. En el vínculo entre los dos protagonistas está todo y a la vez no hay nada. La última charla que mantienen en la película puede ser una chantada de Dodd para salir de paso, o la muestra más intensa de amor de un hombre hacia otro.
Es justamente en esta no explicación que hallamos el centro de esta particular extrañeza de The Master. Similar a lo que ocurría con la excelente Martha, Marcy, May, Marlene (Sean Durkin, 2011), la película se aleja de toda posible catarsis o climax, alguna discursividad o enseñanza que pueda extraerse de lo que acaba de acontecer delante de nuestros ojos. Pocas son las películas que, sin alterar la narrativa, se dedican a dinamitar de forma tan metódica todos los puentes que permiten mantener un ida y vuelta emocional entre el espectador y la obra. La misma razón por la que a muchos les puede parecer un trabajo fallido (tan lejano de los grandes momentos e intensidad cuasi religiosa de films como Magnolia) es la que vuelve a The Master algo completamente diferente. La extrañeza que va por dentro, esa que nos enfrenta a  lo que esperamos y lo que obtuvimos, es esa que hace que una película, más que divertirnos, nos eduque como espectadores. The Master no tiene la épica para ser un film que marque una generación, pero puede ser una extraña semilla de la que no sabemos qué podrá florecer. Sólo el tiempo lo dirá.

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